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DEVOCIÓN

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Siempre que discuto contigo, levanto hogueras de palabras en las esquinas de las puertas entreabiertas, noto como me tiembla el cuerpo al oírte trastear en la cocina y siento deseos de abrazarte y de injuriarte, y, al mismo tiempo, me siento confuso, maldigo el aire que levanto en mi caminar violento por el pasillo. Una vuelta, dos vueltas, miro mis manos, arden como zarcillos huérfanos de otras manos, de tus manos, que me alcanzan y descorren el velo airado de mis ojos en la penumbra de este armario mal cerrado, y anidando los dedos, me envías entre ellos, tus ojos castaños que queman los míos con su fuego templado.

Templamos nuestros labios y nos estamos así, abrazados, unos 24 años. Años de disputas, calcos de palabras malsonantes, de silencios ardientes, de labios encendidos con el eco de los besos, besos dilatados por el deseo. Labios furiosos que escapan por el portal hasta la calle para volver siempre al mismo sitio, a nuestra casa, donde pasamos días enteros y la mitad de otros, sin hablarnos. A veces, durante la tempestad, concedemos un instante a la calma y nos besamos furtivamente, queriendo y no queriendo, al cruzarnos en la entrada. Yo voy a buscar libros antiguos, tú vienes de tus reuniones o de tus clases de Informática. Otras veces nos rozamos sin mirarnos al pasar por el salón, tú buscando un libro de lectura, yo camino de la terraza para regar las plantas. Entonces, te robo un leve escarceo, dejamos que nuestros dedos se turben un segundo que dura mil años.

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Mil años o más, es el tiempo en que creo sentir tus manos enredadas entre los geranios y los cactus, sosteniendo como una ola alzada el agua con el que riego antes de que caiga, mientras pienso que escuchas la música que he puesto para romper el hielo de ese iceberg de sentimientos que debería derretirse antes de las comidas. Creemos que, con esa actitud de no comer durante una crisis, hacemos daño al otro. Nos mortificamos y cubrimos nuestro estómago de orgullo y misticismo vacío, en contradicción con las tripas, que a esas horas rugen  recordándonos al Humphrey Bogart de “La Reina de África”.

Así suelo llamar yo al sofá de nuestra casa, “Reina de África”, donde a veces corres la aventura de tus “siestillas” de sobremesa, con un documental en el satélite y el periódico a punto de desmoronarse como un barquito, por la alfombra descolorida. Más tarde, eres tú la que te desmoronas sobre la cama, por el multicansancio diario, con un vaso de leche y un poco de fruta haciendo noche en tu estómago.

Y para estómago el mío, que a esa hora segrega ese vacío emocional, ese ahogo misterioso que me produce el verte todas las noches. No has cambiado esa costumbre con los años, aún te desnudas tras la puerta entornada del armario, apoyada en la casa de muñecas. Yo, “pavisoso”, espero a que te duermas para invadir tu lado íntimo, ése donde habitan tus zapatillas descolocadas, tu ropa interior diseminada entre los joyeritos de madera baratos, y un libro de pie en la almohada que parece querer trepar por el espejo de la cómoda. Intento leer en tus ojos cerrados y sólo encuentro tinieblas. Trato de arrebatarte el libro que dormita entre tus manos y en tu inercia, entre gemidos, me opones resistencia, como si dentro de tu sueño, alguien quisiera arrojar fuera a los protagonistas y depositarlos en la mesita, al lado de los otros libros, junto a la lámpara, cuya esfera opaca irradia su habitual luz turbia que ensucia parte de nuestro cuarto.

Hablo solo mientras duermes, susurro esas tonterías que no me atrevo a decirte despierta, se me inunda la voz y un oleaje de saliva me ahoga. Tú, en tu sueño, rumias algo sobre estudios, trabajo y hasta la palabra archivo, se escabulle por tu boca varias veces, sin soltarte de tu vieja almohada, ya plana.

Planas suelen ser las discusiones del fin de semana, el cansancio acumulado en nuestra agenda de huesos, apenas nos deja fuerzas para romper la tranquila ingravidez de la casa vacía. Tú preparas los desayunos, yo grito en la ducha: ¡cabrón, cabrones!. Tiemblas -¡ya estamos…!- dices, sentada en tu silla de tijera. Y cuando empujo la puerta de la cocina con mi rostro desahogado, tu carita airada, a la defensiva, brama con voz hiriente, y tus ojos bajos derriten el suelo sin dejar de hablarme. ¡Estás tan cómicamente pequeña, que no sé por donde empezaría a abrazarte, sin cometer alguna torpeza!. Torpedeo mi propia voz, desangro mi lengua en busca de palabras, de la palabra, y te repito una y mil veces que no grito contra ti, que lo hago contra esos malditos “onceañeros”, que malgastan su dinero en cine para pasarse toda la película hurgando con saña en el lenguaje, con risas prefabricadas y voces altisonantes, volcando cubos de palomitas entre carreras por los pasillos. Grito contra la mala programación de los cines en verano, contra las zanjas y los túneles que han dejado la ciudad hueca, contra las gramíneas de Mayo, que enrojecen nuestros ojos y los hacen llorar sin motivo, contra el lenguaje móvil (¡profanar con un: TQ en el móvil, un : TE QUIERO!), contra el “estrés” diario, contra los diecisiete años de mi hija Fani, que es como era yo, una magnetita emocional que imanta todo lo que se mueve a su alrededor.

Tú terminas tu café sin cambiar tu mohín. Resplandeces, como si alguien hubiera pintado tu cara con un lápiz amarillo. Estás horriblemente atractiva, pero no te lo digo. Doy vueltas en derredor tuyo, derramando palabras acompañadas de gestos. Es tanta mi devoción que tengo miedo.

Pero sin miedo me arrodillo teatralmente, tal vez a la espera de que reclines el palo del cepillo sobre mi hombro y me nombres tu caballero. ¡Qué me importa que me crujan los meniscos y se dispare el dolor en mis rótulas!, por ese mal de huesos que arrastro desde hace años.

Hace años que quiero arrodillarme para decirte lo que desde hace años te niego, “te quiero”, y arrullo las palabras en el aire muerto de nuestra cocina, junto a la ventana, al lado de los envases vacíos que tiraremos después, cuando salgamos a hacer la compra de los sábados, sin darnos la mano, sin disculpas por parte de ninguno. Otra vez con leves roces, no casuales, al andar y algún que otro fuego apasionado en los antebrazos. Y a medio camino del mercado, con ese sol pajizo de junio a nuestra espalda, a la altura de La Hinojosa, donde compramos tantas veces golosinas y frutos secos para acompañar nuestras reconciliaciones, volvemos a mirarnos con los ojos semicerrados por el sueño, o quizá por culpa de las paredes que nos han separado en nuestra casa, los pasillos y puertas entornadas que nos parecen infinitas durante un enfado. A las 9 a.m., en medio de la desfigurada acera por las obras, otra vez nos miramos. Escrutamos nuestros ojos como niños, como novios que fuimos, que somos, como si no nos conociéramos. Te suplico que dejemos de caminar sólo un segundo, -vamos bien de tiempo, todavía no es hora – te digo. Abro el carrito de la compra sin mirar dentro, como si ya estuviera seguro de lo que hay, o de lo que fuera a salir por su boca de lona cuadrada: 24 años de abrazos, cabezas descansando en hombros huesudos, toneladas de discusiones, sucesivos enamoramientos, flechazos sexuales, aderezado todo con el olor de ¡tantas compras…! Y antes de preparar, sin quererlo, el próximo enfado, gritos o desasosiegos, te recuerdo, durante ese segundo, que dura otro millón de años, aquella loca carrera por Hyde Park, tú sola, después de un monumental enfado, durante nuestro viaje de novios, cuando aún creías que los hoteles cerraban sus puertas con la última luz del día, como nuestra casa del pueblo.

-¡Vámonos!, antes de que se haga de noche, ¡por si nos cierran!- decías, con tus diecinueve años.

Felipe Iglesias Serrano

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