¿Cómo voy a escribir de ti si no veo por tus ojos de arena fulgente?
Miras… y miro los libros de la “Cuesta Moyano”. Con tus manos de agua deshaces las mías y penetras en el calor de mi sangre con el roce nervioso del hurón joven. Recorres las mesas de saldos antiguos y mis huesos. Anidan en mi cuerpo las huellas de tus dedos, dedales de plata sin voz.
Deseo ver en tu rostro el estallido rojo de la aurora y cómo te muda la voz al mencionar la palabra indefensión. Observo cómo tensas el arco de tu espalda, con tu cuerpo de flecha en el bordón, y tu pelo corto, negro como el carbón diamantino de las minas zulúes.
Al subir por esa franja de terreno, más pequeña que Pimlico, tu andar me recuerda a la Kim Novak de “Vértigo”; tu paso cadencioso envuelve el tiempo, inutiliza los segundos y crea un poso con el tic-tac, un movimiento inalcanzable a la percepción.
No me canso de mirarte mientras vas dejando atrás puñados de seres humanos, como salpicaduras de luz, que brotan del suelo cualquier fin de semana.
A la izquierda, recostado contra el muro enrejado que separa el Botánico y la Cuesta, Néstor, pelo en forma de hoz, mochila y trapo, libros de bolsillo invendibles, Licenciado en Historia y Stevensoniano.
A la derecha, apoyado en el transformador eléctrico, Gedeón, traje raído, buen pintor, libros de saldo, alcanzó con sus manos la cima del naturalismo y lo donó todo a la miseria.
Sentado al estilo Sioux, Nataniel, la mirada perdida en la memoria del tiempo, su cara estilizada parece una más de sus estatuas pascuenses.
Delante de ti surge Hermes, aparición celeste, profeta bribón, sus ojos de loco antillano vigilan tu paso interminable. Predica la Palabra, unas veces hablando con voz de campana aletargada y otras gritando con voz de nuez cascada.
Al andar, tus pies agitan suavemente el aire y lo levantan del suelo con un aleteo de “curiango” que se aloja entre tu ropa y salta hacia los mostradores embrujados ya con el aroma de tu vestido, rompe la monotonía de los libros amontonados y valiosos códices que hablan de otros mundos y pugnan por salir de las casetas murmurando en una lengua extraña visiones extraordinarias:
Nosotros no sabemos.
Pero ellas sí.
Las piedras lo saben
y lo recuerdan.
Unas máquinas surcaban
los aires.
Un fuego líquido apareció
y derramó su luz,
la chispa de la vida y de la muerte.
Masas de piedra surgieron.
Celaban las escrituras
sus sabios secretos,
y ahora todo nos es revelado.
Nicholas Roerich
¡Cuánta gente hay ya en la Cuesta!, ¡y qué olor tan pesado tiene el aire!, huele a sueño, a clavo, y a árboles atrapados en gruesas enciclopedias que permanecen agazapados entre las láminas, sus ramas como idílicas arpas de nácar que inician al pasar página un repetido y ahogante siseo: “sube la tierra, baja el cielo…”
CASETAS 1, 2, 3, 4
Griego, Latín, novedades, poesía, de todo un poco. Tu ojo catarático radiografía las primeras filas, prietas como legiones, de libros raros. Hojeas unos, curioseas otros, te paras, levantas algunos ejemplares, acaricias sus lomos mudos, y, al abrirlos, de entre sus hojas brota un torrente de palabras que se estrella delante de tus ojos y resbala hacia tu boca diminuta que lee apresuradamente una frase: “Tu caos es mi caos…” y otra: “Eres remolino gesticular…” y una tercera: “Tu carne escurrida es para mí un enigma…”
Más reposada, cierras los ojos y, con un gorjeo sincero, tratas de memorizar los versos.
Descanso en ti,
reposo en ti.
Recógeme, acógeme,
estoy en el umbral de tu morada,
hazme una señal
y cantaré para ti.
Dichosa edad
la que mostró a la tierra
una mujer así.
5, 6, 7
Cosmos, más novelas. Avanzas con pasitos cortos y rasgas el suelo con tus zapatos de laúd en una especie de tonadilla medieval. Flirteas con pequeños libritos, repasas, reparas un descuido, tartamudeas leyendo para ti, sorteas a la gente como puedes y sigues caminando hacia arriba con paso vivaz.
Jadeante por la fatiga de la Cuesta, hago lo imposible por seguirte para no perderte. Tus pantalones vaqueros traslucen el reflejo crepuscular de la tarde y prenden con un haz de luz las casetas azuladas más oscuras. A ratos pareces un ser de otro planeta, y pienso que te me escapas por un universo paralelo. Yo soy púlsar y tú anillo jupiteriano, partícula o lago de Hidrógeno, Helio en estado puro.
8, 9, 10
Libros al por mayor, aventuras, ofertas, auténticos salditos, novelitas rosa…
No te conozco, apenas recuerdo tu parpadeo, sin embargo, me canso de tanto pensar en ti. Me dueles mucho. Te invento constantemente. Solo permanece nítido en mi memoria el iris de tus ojos, tan enigmático como las manos de Escher, dentro de un mar blanco, igual que el ente antártico de Arthur Gordon Pym.
11, 12, 13
Cuentos, mapas, policíaco. Trastabillas, te sujetas torpemente a los cordoncillos que atan las hileras de recortables infantiles a punto de romperse. Sus cuerpos de papel cobran vida con violentos movimientos que pronto se extinguen.
14, 15, 16
Más libros de aventuras, viajes (Irlanda, Escocia, lugares lejanos…). Y de nuevo se despierta en ti la leve y mágica sensación que tuviste al leer por primera vez aquella edición barata de “El vagabundo de las estrellas”, de Jack London. Tú también sientes cómo tu espíritu se separa de tu cuerpo y sobrevuela por encima del Planeta, reapareces como un cuerpo sólido de 5 dimensiones y vuelves a desvanecerte con un débil quejido fotográfico, plasmando un pedazo de ese instante en la página de un libro en blanco.
…Vuelve conmigo, rózame, tócame con tu vara de avellano.
Acompasa a mi respiración tu respiración asmática de ballena desfallecida que arrastra el arpón de Ismael. Arráncatelo, sumérgelo en tu cama blanca y, atado con el gemido de la colcha al desnudarte, lánzalo con fuerza por la ventana de tus sueños al espacio exterior, hacia cualquier agujero negro de amor, de odio… hasta que alcance el confín del Universo y resuene, como tu tos arrebatada, con la congoja de una flauta. ¡Cómo quisiera poder arroparte esa noche con la piel del vellocino y capturar tus pesadillas, hacer invisibles tus sueños durante 300 años!
17, 18, 19 y 20
Libros de magia, misterios Tolkianos, Machen, Blackwood…
Un vientecillo ramplón abre un librillo insignificante por una página cualquiera:
¿Palpitan los pechos de las sidhes?
21, 22, 23
Novela negra, actualidad, amor simple, más fantasía…
¿Cómo voy a retenerte en mi cabeza si ni siquiera recuerdo el color de tu jersey, ese que guardas en tu mochila, regalo del Rey Midas una noche de amor inventada para sollozar?, ¿será, quizá, del color del sueño de las hadas?.
Me hace daño ver tus labios minúsculos, hendidos como dunas agrietadas que muestran al abrirse fabulosos tesoros cátaros. Me duele tu piel y tu lengua seca, espejismo de oasis, me deja extenuado. Eres un dolor del tamaño del viento que sopla en la costa gris, viene y se va, y zigzaguea dentro de mí, turbándome.
24, 25, 26
Cine, cine, cine…
Todavía estás en la Cuesta, absorta en viejos álbumes y revistas de cine.
El cielo bajo ha convertido las nubes en mazas azuladas y macilentas, ha mezclado su color con resplandores amarillentos, y abrasa ahora con su luz deforme las mesas de libros, creando llamaradas de incandescencia fantasmal que recuerdan “Farenheit 451”.
27, 28, 29
¿Has comprado algo, o llevabas ya esa pequeña bolsa golpeada contra el aire malicioso, que se debate en varias direcciones levantando las portadas de los libros? Ya te he perdido, atraviesas el tiempo como atraviesas el aire. ¿Aquel tipo extravagante de la pipa iba delante?, ¿la muchacha cabizbaja estaba detrás?, ¿o era esa pareja con caras de niños adormilados que se abraza y pasa sin mirar buscando otro destino?
Casi he dejado de seguirte por esta selva tranquila de libros y personas repletas de historias, cruzándose entre sí, alterando ficción y realidad.
30
Informática, lenguajes informáticos, otros libros…
Siempre, siempre, estás programada en mi retina, internauta solitaria dentro de tu habitación, llena de objetos tan solitarios como tú. Tú en tu mesa, yo en la mía, y el aire en la distancia, disfrazado con un extraño hálito de ansiedad, cargado de sueños rotos y tormentas de estrellas fugaces en noches rojas de agosto.
No te alcanzo, apenas te veo entre la gente, no obtengo ya nada de ti. Se me borra tu cara silícea, oculta entre los últimos cuadernos y C.D. de Historia que me tapan tus ojos de piedras negras. Ya no te distingo entre un millón de cabezas solitarias que hojean sin ver, enganchadas a los walkman.
Desapareces.
Flemas brillantes, deshechos de nubes secas y espumarajos de llovizna blanca aclaran fugazmente tu rostro en el libro que sueño, aparece nítido el puzzle de tu cara, descolocada en una caótica sucesión de fragmentos que estallan con la luz virginal de las pesadillas.
Guárdate de mis silencios y de mi voz baja… Sorda del 17%, quiero sentarme en el yunque de tu oído a escuchar la corriente de afonía en tu garganta, los balbuceos de tu voz y el rumor de tu palabra vertida sobre un texto de fe:
Mujer, sagrada luz, primigenia prole de la Tierra…
Por Felipe Iglesias Serrano