Centauros del desierto (The searchers, 1956)
¿Qué impulsa a un hombre a ir errante? ¿Qué impulsa a un hombre a viajar sin rumbo?
¿Qué impulsa a un hombre a abandonar lecho y mesa y dar la espalda al hogar?
(Versos de la canción original de la película)
TALANTES
“Un hombre alegre es uno más en el coro de hombres alegres, un hombre triste no se parece a ningún otro hombre triste.” Mario Benedetti
“Mijo, no hay mejor patria que los recuerdos de la infancia. Tu relato despertó en mí una nostalgia ajena pero al mismo tiempo tan propia como es la melancolía y la soledad de nuestra infancia. Mi soledad la compartí con los circos pobres que llegaban a mi pueblo, cuyas carpas se negaban a morir con el viento. Llegada mi adolescencia, Cuchara el rico del pueblo nos trajo la magia del cine, su proyector fue para nosotros una ventana para contemplar el mundo y también para mirar mi soledad desde otro punto de vista. El cine hizo un pacto secreto con mis fantasmas, con mis palabras malditas, el cine me enseñó a manchar mis dedos con la tinta roja. Mijo como siempre tus relatos me muestra las huellas del camino”. James Gómez Murillo
Fueron los años dorados del cine en el colegio Calasancio, Madrid. Al principio todos los jueves y, más tarde, los sábados, en el salón de actos, que hacía las veces de cinematógrafo o de teatro, según lo requería la ocasión, teníamos sesión doble, que yo disfrutaba en la soledad del internado. Los domingos sólo daban una película: la buena, nos decía el padre prefecto en clase de matemáticas, juntando el índice y el pulgar. Yo, de todas formas, prefería el cine de los sábados, porque sabía que el domingo tampoco habría clase y esa idea me reconfortaba.
Centauros del desierto (The Searchers, 1956) hizo su esplendorosa aparición en mi vida uno de esos maravillosos sábados anónimos del año.
A John Wayne le conocía por haberle visto ya en otras películas, generalmente divertidas, en las que su enorme corpachón desparramaba vitalidad suficiente para llenar toda un aula. Su sola presencia nos infundía a todos energía para varios días de clase. Me costó reconocer al actor en el personaje.
Ethan Edwards descabalga tras una eternidad y su mirada errante detona la pantalla con una carga de melancólica profundidad, se expande en silencio por toda la sala, se dirige hacia mi asiento y atraviesa mis ojos dejándolos preñados, ya para siempre, de esa tristeza suya.
Durante la cena aún merodeaba por mi cabeza la película, hubo un instante en que sentí un disparo de emoción: reflejada sobre el plato limpio, vi la cara de Ethan Edwards y, superpuesta, la cara de mi padre. Como si la bala me reventara por dentro, mi alma se abrió y fluyendo por mi sangre, se me reveló el mundo interior de mi padre y la realidad de su duro trabajo, y me asaltó el dolor de no conocerle mejor.
En el dormitorio, mientras los otros dormían, en medio de la oscuridad sin toses, aún mantenía viva dentro de mí, la imagen del Monument Valley sobre el techo sin luz y, silueteada en mis párpados, la figura lejana de mi padre avanzando hacia mí. Podía verle andar en la llanura desértica con la claridad de un sueño, clavaba tanto los pies en el suelo que parecía que la tierra fuera a hundirse a cada paso, empuñaba el azadón a modo de escopeta, siempre vigilando la cosecha mientras lo blandía en el aire amenazante, en busca de algún jabalí perdido sobre el que abatir su melancolía.
Sus ojos, del color del polvo que brilla al atardecer, traspasaban los cerros de parte a parte y se asentaban sobre el maíz o el trigo, reflejando la búsqueda ansiosa de algo que ni tan siquiera la tierra le pudo dar, porque en cada semilla sin germinar, había un afecto, un amor perdido, y, como Ethan Edwards, él convertía su trabajo diario en esa búsqueda inacabable.
No he olvidado nunca esos ojos erráticos al volver a casa después de una dura jornada de trabajo, tal vez porque dejaba los campos huérfanos de su presencia, intenté dormir pensando en lo solitario que podía ser un desierto.
Al día siguiente, mientras disputaba uno de los partidos de fútbol con el equipo de la clase, me tocó cubrir el palo de la portería en el lanzamiento de un córner, terminé cruzando el brazo del mismo modo que Ethan Edwards en la secuencia final, al abandonar la casa. Nunca he perdido ya esa costumbre, en momentos puntuales de mi vida en que debo tomar una decisión. Es como un mecanismo de defensa que se activa solo, abriendo o cerrando una situación, una puerta.
Por Felipe Iglesias Serrano
NOTA. -Estábamos haciendo una película- dice el cámara Joseph La Selle- y el jefe del estudio envió a su ayudante a decir a John Ford (Director de Centauros del desierto) que llevaba un día de retraso.
-¡Ah!,- dijo Ford muy cortés-, ¿y cuántas páginas se figura que podemos rodar al día?
-Unas ocho, supongo- dijo el tío
-¿Quiere darme el guión?-pregunto Ford
El ayudante se lo dio, él contó ocho páginas que todavía no se habían rodado, las arrancó y le devolvió el guión.
-Ahora puede decirle a su jefe que ya estamos al día- le dijo.
Y ya no rodó las ocho páginas.
(Peter Bogdanovich, de su libro “John Ford)