Estoy conociendo personas con testimonios que ponen los pelos de punta: situaciones, enfermedades, accidentes… dan para reflexionar cómo las personas nos adaptamos a casi todo. La fortaleza física y anímica de los seres humanos ayuda a relativizar momentos, rachas y acontecimientos que parecen insalvables, irresolubles.
La psicología lo sabe bien; si te encuentras ante un peligro, nuestro sistema límbico (la parte primitiva del cerebro) opta por una de las tres opciones: huir, atacar o paralizarte.
Un famoso contaba, hace unos días, que él, padeciendo claustrofobia, se había quedado encerrado en un ascensor hora y media. Tras los primeros minutos de pánico, se relajó lo que pudo y se dispuso a esperar a ser rescatado. Durante el apagón, se nos ha vuelto a poner a prueba. Una mujer estuvo casi nueve horas atrapada en un ascensor.
La sabiduría no consiste en tener muchos conocimientos, más bien en ser adaptativo y saber escoger lo mejor de cada momento, sin obcecarse en rechazarlo, protestar, rebelarse y en suma estresarse de forma dañina para nuestro organismo. La medicina nos explica que el estrés, en pequeñas dosis, ayuda a enfrentarse a nuestros retos, pero si es excesivo y constante envenena el organismo, con el consiguiente deterioro. Tener una buena filosofía de vida frena el temido cortisol, hormona del estrés, auténtica asesina.
Estuve en un supermercado del barrio, donde hay un muchacho, reponedor, cuyo carácter y sabiduría innata me encantan por lo sensato y práctico de sus planteamientos de vida. Hablando con una señora que decía haberlo pasado mal durante el apagón, angustiada y pesimista, este sabio chico le decía que, ante lo que no podemos cambiar, o lo que no está en nuestras manos (como el restablecer el suministro eléctrico), había que permanecer en calma, porque estresarse encima solo llevaba a salir perjudicado. En ese momento recordé el proverbio árabe: “Si tus problemas tienen solución, ¿por qué te preocupas? Y si no la tienen, ¿por qué te preocupas?”. Por supuesto, esto no implica pasividad: hay que hacer lo que se pueda, pero sin crispación. La envidia, el rencor, el pesimismo, el miedo solo dañan al que los sufre.
En la escuela, como los alumnos nos enseñan tanto, recuerdo a algunos que se tomaban la vida relajadamente, no se apuraban por nada. Una alumna en concreto, cuando yo les decía que se apurasen, porque teníamos que coger un autobús, para ir a alguna actividad fuera del centro escolar, me miró muy expresivamente y me dijo con toda su relajación: “¿Para qué tantas prisas, profe?”.
Pues eso: sin prisa, pero sin pausa.



