Cuando viajas solo tienes la potestad de prestar más atención a los detalles que te rodean, así como a las conversaciones de los demás, cosa que aunque esté mal decirlo es una de mis pasiones favoritas. Algunas son tediosas, otras anodinas, otras repelentes, pero curiosamente de vez en cuando se escucha alguna conversación digna de mención que te edifica, y esto es lo que me pasó recientemente en mi último viaje en tren, concretamente en el AVE Madrid-Cádiz, el cual tomé por motivos de trabajo.
Justo en el asiento de atrás venían dos personas a las que no veía pero sí oía perfectamente. Esta situación, al ir yo solo en mi compartimento y nadie a mi lado, me proporcionaba una ubicación perfecta para mis proyectos, puesto que de esta manera no sería descubierto en mi voyerismo. Las personas que escuchaba tras de mí eran dos amigos que llevaban años sin verse y que por puro azar habían coincidido en el tren. Después de las muestras de afecto pertinentes por el reencuentro inesperado, uno de los amigos empezó a narrar una extravagante situación que vivió. Tal extravagancia cautivó por completo la atención de su interlocutor y todavía más la mía.
Por lo visto contrató un viaje temático cultural muy costoso pero interesante, en el que recorrerían diferentes capitales europeas visitando sus museos más importantes. El guía que organizó todo el recorrido era un venezolano muy afable y servicial, además de un erudito en arte tanto antiguo como contemporáneo. Para poder hacer las reservas hubieron de pagarle el viaje al completo por anticipado. El primer destino de la ruta era Moscú, a donde llegaron en un vuelo low cost que, como descubrieron después, era solo de ida. El venezolano desapareció repentinamente, así como el dinero del viaje: les estafó dejándoles tirados en el aeropuerto, donde permanecieron durante interminables horas envueltos en un velo de gran incertidumbre, crispación, desesperación, frustración y melancolía, que originó un caos generalizado entre los integrantes del grupo, los cuales en su mayoría retornaron a Madrid sin salir del aeropuerto.
El narrador, sin embargo, estaba tan agotado y confuso que decidió dormir en Moscú. A la mañana siguiente, por medio de gestos, entabló contacto con unos montañeros, a quienes sin saber cómo ni por qué se unió para realizar una ruta de trekking al monte Belukha, la montaña más alta de Siberia. El paisaje recorrido le cautivó de tal manera que decidió quedarse por la zona, donde anduvo en solitario y sin rumbo definido durante un tiempo hasta que decidió dirigirse al lago Baikal, la mayor reserva de agua dulce del planeta, cuya profundidad hay lugares en los que llega a ser de más de 1.600 metros. Este maravilloso lago es conocido como “el lago de aguas blancas”, ya que hay zonas en las que presenta este cromatismo, además de una transparencia inigualable.
Sin ganas de regresar a Madrid, nuestro viajero decidió alargar más su estancia y se dirigió al desierto del Gobi, lugar que le impresionó, en especial sus dunas, las cuales pueden llegar a alcanzar hasta 300 metros de altura. Desde ahí fue zigzagueando por diferentes países como China y Kazajistán hasta llegar a la India, desde donde dos años después del inicio de su errante viaje tomó un vuelo hacia Madrid. Lo que empezó como un viaje cultural terminó en una fascinante aventura que sobrepasó todas sus expectativas.