El padre Angus batió palmas y nos dijo que ya era hora de dormir. Todos callamos y se hizo un silencio en espera en el gran dormitorio de los internos de 3º B.
El viejo sacerdote se paseó arriba y abajo mirando las caras de ambos lados del pasillo, asintió con la cabeza, apagó las luces y desapareció por la puerta dando las buenas noches con la bendición.
Nosotros improvisamos una quietud externa ajena a nuestros deseos. Mi compañero de pupitre se levantó, fue hasta la puerta y aguzó el oído.
Los pasos del padre Angus, apenas audibles ya, se perdían en la lejanía de las escaleras. Repentinamente, cesó todo ruido y, por unos instantes, reinó una calma violenta. Duró lo que dura la juventud, un suspiro.
A una señal de mi compañero, se encendieron por todo el dormitorio linternas de todo tipo e incluso alguna vela robada de la capilla. En seguida se formó un gran tumulto, una algarabía de muchachos avanzó en procesión con todo el sigiloso ruido que les permitía su edad hacía un gran ventanal que había fuera del dormitorio, entre la puerta y la vieja escalera de madera que conducía a las clases y a la capilla. Ese ventanal daba a una zona poco iluminada de la calle Lista.
Los estudiantes la llamábamos la calle del “metemano”, porque todos los días, a ciertas horas de la noche, iban las parejas a apoyar sus cuerpos contra la pared y practicar el “metemano” para alegría de todos nosotros. Absorbente y vana alegría.
Unos pocos desinteresados de mirar habían decidido dormir felices. Yo seguía sentado en la cama con mi pequeña radio entre las piernas, meditando todas las estupideces de mi joven vida anterior. Esperaba ansioso el sublime momento en el que daban en Radio Madrid los diez superventas musicales de la semana, presentados –creo recordar- por Joaquín Lucky.
El programita duraba treinta minutos y lo que más me gustaba era escuchar “¡Qué tiempo tan feliz!”, cantada por Mary Hopkin. Tararear esa canción tan sencilla y con una letra tan simple, me producía toda clase de sensaciones agradables.
Ahora, con el paso del tiempo, me doy cuenta de que eran nostalgias intuidas que perdurarían para siempre en mi memoria.
Por Felipe Iglesias Serrano