Mª ANTONIA PÉREZ GARCÍA.
Dice J. Manuel Pascual, neurólogo malagueño, otro de los grandes cerebros españoles “fugados” a Norteamérica, algo que suscribo: “educar es más difícil que pilotar un avión transatlántico”. Y como profesora les aseguro que es mucho más complicado si el niño es tuyo que si se trata de un alumno.
Los argumentos son palpables: te ciega el cariño filial, no encuentras la medida exacta en tus reacciones, te proyectas en tu hijo para que consiga tus ideales frustrados, has tenido modelos negativos, te faltan capacidades psicológicas, no tienes tiempo para el empeño… Lo que sí está demostrado por la experiencia y el consenso de psicólogos es que la buena educación de propios y ajenos pasa por poner límites, y la ausencia de éstos crea desconcierto y malea a los chavales.
Han sido muchos por desgracia, cada vez más, los alumnos que me he encontrado con problemas serios de conducta; casos patológicos de inadaptación social. Y curiosamente el diagnóstico de los profesionales que los han estudiado coincidía en un tanto por ciento elevado en que estos críos demandaban con sus actitudes los límites que nunca se les había marcado en casa (por supuesto en aquellos que no presentaban trastornos psiquiátricos graves).
Ni los profesores, educadores voluntarios, ni mucho menos los padres, educadores forzosos, debemos ser colegas de nuestros hijos. Ni reírles las gracias, ni acceder a sus exigencias, ni escudarnos en que les queremos tanto y deseamos que sean felices… Nuestra misión es prepararlos para la vida, que sean capaces de desenvolverse, tengan recursos para vencer y soportar miedos, fracasos, frustraciones y para disfrutar los logros y períodos de abundancia. Eso solo se consigue con entrenamiento. Dosis equilibrada de atención activa (conversar, preguntar, compartir ideas, sentimientos y proyectos), cariño y exigencia. No creo que sea necesario hacer un máster con cada paternidad. Simplemente aplicar el buen juicio y pensar que la falta de tiempo, el cansancio y la inexperiencia se pueden subsanar con el objetivo de conseguir sacar adelante a estos niños, para que no sean adultos frustrados a los que la vida pone en su sitio y enseña con experiencias, a menudo traumáticas.
Como mi mala salud me ha confinado en casa más de un mes, tuve tiempo para revolver en esos cajones donde acumulamos documentos desfasados junto a recuerdos de mejores momentos, y descubrí una máxima que me marcó profesionalmente en su momento: “enseñar no es transmitir, es encender un fuego”. Sobran las palabras si pensamos que el fuego en cuestión es la motivación de los alumnos, pero también de los hijos, en el artículo que nos ocupa.
Igualmente escuché a un experto en educación que interviene en programas radiofónicos e imparte cursos a los padres la siguiente afirmación: “lo que más marca a los niños no son los modelos paternos, sino las reacciones de los progenitores; los modelos pueden ser impostados, las reacciones son auténticas”. Y eso supone tanto como decir que nuestros actos, expresiones, gestos y palabras marcan la relación paterno-filial y en ocasiones condicionan a los niños de por vida. Mis convicciones no son teóricas, sé de lo que hablo, como hija, madre y profesora.
Sería básico que los educadores (padres o profesores) tuviéramos presente lo que dice Albert Espinosa: “es importante aprender a caer antes que aprender a caminar”.