El pasado 12 de octubre Futsala Villaverde ha participado en una jornada benéfica a favor de Atupele, un hospital de Malawi, África.
Cada equipo ha donado 100 € para esta causa. Un bonito gesto por parte de los equipos.
Cada equipo ha donado 100 € para esta causa. Un bonito gesto por parte de los equipos.
Toda la soberbia tradición está en tu cuerpo,
y toda la sombrosa modernidad.
Tu cuerpo tiene algo de fundamentalismo de al-Mutanabbi,
algo de las luminosidades de Rimabud
y algo de las alucinaciones de Salvador Dalí.
Estos versos son del poeta sirio Nizar Qabbani, una de las figuras más relevantes de la lírica árabe contemporánea. Su aparición supuso una bocanada de aire fresco dentro del encorsetado panorama literario de la época. Solo la poetisa iraquí Nazik al Malaika se había atrevido a experimentar con el verso libre, introduciendo una alternativa a la estructura métrica tradicional.
Si tienen en su estantería libros como La voz a ti debida de Pedro Salinas o Veinte poemas de amor y una canción desesperada de Pablo Neruda, no pueden perderse al que es conocido como “el poeta de las mujeres”. Del artista siempre se debe conocer el contexto, y la vida de Qabbani es inseparable de su obra. Cuentan que cuando el poeta tenía 15 años, su hermana mayor Wisal se suicidó porque le prohibieron casarse con el hombre que amaba.
Sus versos son la manera que encontró Qabbani para luchar contra las condiciones sociales que ahogaban los deseos de las mujeres: “La libertad que quiero para la mujer es la libertad para amar, la libertad para decirle a un hombre ‘te quiero’ sin que arrojen su cabeza al cubo de la basura”. El libro del amor, traducido al castellano, es uno de los más conocidos, pero su legado es extenso y merece la pena consultar sus poemas sobre la pérdida, la derrota del nacionalismo árabe o sus sugerentes apuntes sobre Al Ándalus.
Y es que Qabbani fue embajador en España durante cuatro años y tuvo la oportunidad de visitar Granada, Sevilla, Córdoba. Ahora me resulta dolorosamente evocador este verso: “Por las calles de Córdoba, a menudo me he metido la mano en el bolsillo para sacar la llave de mi casa en Damasco”, porque llevo sin visitar la casa y los seres queridos que tengo en Siria, de donde es mi familia paterna, desde el 2011.
Me sorprendo, a menudo, recitando a Qabbani. Sobre todo, cuando necesito encontrar un espacio de encuentro, que es donde realmente yo me siento libre. Y cuando leo sobre las discrepancias, y la crispación que genera, un tema tan polémico como el uso del velo; me acerco a la realidad desde la inmensa ternura de un hombre que consiguió resaltar la belleza de la mujer precisamente desde sus contradicciones. Tradición, modernidad. Y un verso que sirve de puente entre mundos tan dispares. A veces el arte es lo único capaz de conseguir lo inimaginable.
Por Laila Muharram
Excelentemente documentado, Angola Janga es un retrato de aventuras, histórico, real y apasionante, que arroja luz sobre una época oscura de resistencia contra la esclavitud.
Con toda la potencia del dibujo en negro, D’Salete recrea con una fuerza impresionante las escenas de combate, sufrimiento y esperanza de los hombres y mujeres que lucharon por su libertad.
FLOW PRESS
Es necesario que los niños tengan una alimentación adecuada, lo que repercutirá en su posterior futuro como adulto.
Sin embargo, se debe cuidar que su nutrición sea la correcta; promover el consumo de frutas, verduras, fibra y cereales; y evitar malos habitos saludables que desencadenan un aumento exponencial del peso por encima de unos parámetros adecuados.
El niño obeso será un adulto obeso.
Por tal motivo, estos niños en un futuro tienen más probabilidades de padecer problemas de salud como la diabetes y las enfermedades cardiovasculares (aterosclerosis, enfermedad coronaria, accidentes cerebrovasculares), y con ello un crecimiento del aumento de mortalidad en todo el mundo.
Además de la inadecuada alimentación que incluye el exceso de bebidas azucaradas, la ingesta de fritos, bollería industrial, grasas en exceso, se añade el aumento del sedentarismo en niños, entre otros motivos por la progresiva incorporación de nuevas tecnologías y aparatos electrónicos, que facilitan que el niño tenga más diversión dentro de casa y lo prefiera antes que salir al patio a jugar al escondite con otros niños. Además de la sensación del aumento de inseguridad en las calles.
Es cierto por otra parte que estas tecnologías facilitan el aprovechamiento y desarrollo de otras tareas muy interesantes en los niños, que le ayudarán en su futuro, pero tendremos que enseñarles a combinarlo con el ejercicio físico y el deporte.
Entre las recomendaciones que podemos tener en cuenta:
No se aconseja que el niño permanezca sentado mucho tiempo a lo largo del día. Algunas actividades se pueden complementar, como la bicicleta o los patines.
Enseñarle a subir escaleras en trayectos cortos, en lugar de coger el ascensor.
Se prefiere llevarle caminando al colegio si es posible, o al menos hacer algún tramo a pie, disminuyendo el transporte motorizado en la medida de lo posible
Para todas las semanas preparar algún tipo de ejercicio físico o de actividad extraescolar donde practiquen deporte, si es posible al aire libre, y además puedan aprender otros valores de compañerismo, autoestima y respeto.
Dr. Ángel Luis Laguna Carrero
Especialidad Medicina Familiar y Comunitaria
Máster Medicina de Urgencias y Emergencias
Experto Universitario en Nutrición y Dietética
Pero, ¿cuál es el efecto del ejercicio en nuestras emociones y qué ejercicio te viene bien?
Las hormonas denominadas “de la felicidad” son las endorfinas, las cuales se multiplican en los momentos en los que disfrutamos con lo que hacemos, ayudando a nuestro sistema inmunológico a que esté fuerte y haciéndonos más fuertes a nosotros frente al estrés. Y
aunque hay varias maneras de estimular estas sustancias químicas que genera el cuerpo, la más inmediata es mediante el ejercicio físico.
Además, según la “hipótesis de la distracción” (Bahrke y Morgan, 1978), durante el tiempo en que realizamos una actividad física nuestra mente está concentrada en lo que está haciendo y olvidamos de manera temporal lo que nos preocupa.
Pero de todos los tipos de ejercicio físico que existen, ¿cuál te beneficia más?
Haz un listado de al menos tres actividades que te guste: pasear, bailar, hacer natación, practicar pilates, jugar al fútbol, hacer taichí… Todo tipo de deporte es bienvenido, y plantéate realizarlo al menos un día a la semana. Si posteriormente lo puedes ir subiendo gradualmente, ¡estupendo! Pero comienza por metas realistas: es mejor que hagas una hora a la semana de manera constante a que hagas cinco una semana y a la semana siguiente hayas tirado la toalla. ¿Qué día vas a empezar?
Beatriz Troyano Díaz.
Socióloga Coach Personal y Profesional.
siquieres@remodelatuvida.es
www.remodelatuvida.es
Cocían tortas en el gran horno que era el cielo aquella tarde de principios de junio y retumbaban dentro de él. Las llamaradas de calor se alimentaban de un aire tan denso que parecían fuego. Tronaba. Nubes hinchadas, llenas de azúcar húmedo, daban sabor al ambiente. Todo el lugar estaba cargado de una sofocante claridad difusa y bañado de un gris inmóvil sentado en el tiempo. Amenazaba lluvia y respirar se hacía insoportable.
La pequeña Claudia caminaba junto a su padre con aire lánguido y despreocupado.
Claudia, desde su enana estatura infantil de cinco años, elevó su vista y despachó al cielo en dos segundos. Acto seguido pareció meditar y, de pronto, echó a correr hacia donde estaba su madre, que caminaba unos metros por delante con Samuelito, ese larguirucho hermano mayor suyo. Alda pegó un respingo ante la acometida de su hija, quien apenas había podido frenar su loca carrera y quedó enganchada en los pliegues de la falda blanca de su madre.
Un relampagueo lejano dejó su brillo atrapado fugazmente en el rostro de la niña. Claudia, inquieta y temblona, apretujó su mano contra la de su madre, cálida y húmeda, y se interpuso entre ésta y Samuelito, estorbando el paso de ambos. Filipo los alcanzó enseguida y los cuatro juntos se acercaron ya al final de la gran avenida que dividía la colonia periférica. Era una calle interminable con un desnivel que acababa en una pronunciada cuesta. Ambos lados de la misma se hallaban sembrados de algunos árboles pequeños y tiernos que acompañaban la memoria de los niños en sus pasos cotidianos al colegio y eran zarandeados después por jóvenes ociosos, bebedores de litronas crucificadas contra el suelo. Bloques de pisos se encontraban apiñados unos contra otros en la gran avenida. Sus terrazas enfrentadas parecían dispuestas a la pelea, con sus toldos de colores a modo de casco protector. Detrás, calles pequeñas y deslucidas que mimaban y escondían con celosa desidia arbustos salvajes y famélicas azaleas de color fucsia y salmón, iban a morir al borde de la carretera nacional en cuyo otro extremo había otra colonia «casualmente» igual, pero con nombre distinto y más allá posiblemente otra más. En una de estas callecitas cortas y desnudas vivían Filipo, Alda y los niños, que reavivaron el paso ante la proximidad de la tormenta.
Repentinamente, de entre el millar de coches aparcados y sombríamente visibles en la espesura de hormigón que rodeaba el lugar, emergió un hombrecillo menudo de cara austera y derretido en sudor, que luchaba frenético contra la carrocería hermética de su coche, frotando ésta enérgicamente con una esponja, ardientemente húmeda, gracias a un cubo posado en el suelo con agua negra que salpicaba brevemente una rueda delantera. Hablaba consigo mismo.
Soberanas mierdas, inapetentes a cualquier visión humana, escombreaban los últimos tramos de acera y escoltaban a la familia en su regreso al hogar. Eran las huellas de los perros domésticos de la colonia. Talismanes de luz opaca descendían vertiginosamente desde las ventanas de los edificios más altos recreando sobre ellas un tímido fulgor.
Claudia se paró un momento, sujetó con sus manos la diadema azul que recogía sus bucles de color castaño y, separándose del grupo, se dirigió resueltamente hacia el borde interior de la ancha acera donde algo había llamado poderosamente su atención. Una resplandeciente y minúscula luz oscura refulgía entre briznas de hierba, cuyas puntas vencidas resaltaban su inusitado color. Tenues restos de ceniza blanquecina se alojaban en una parte de la superficie extremadamente lisa del objeto que la niña había descubierto. Claudia se sintió fascinada ante la proximidad del misterioso objeto. Dio varias vueltas a su alrededor. Instintivamente se agachó y lo acogió en su mano que casi lo cubrió por completo. La luz no desapareció, ella lo apretó fuertemente con el egoísmo infantil de poseer algo nuevo y se lo llevó a la espalda en un acto voluntario para esconderlo.
Salpicones de agua refrescaron ligeramente las piernas de la niña. Samuelito, el más rápido de su clase, se aproximó velozmente a su hermana y, levantándola en vilo, la apartó de allí llevando consigo dos molinillos de viento miméticamente pegados en su blusa amarilla. Inmediatamente, un chorro de agua encharcó las pequeñas huellas que Claudia había dejado. El funcionario de jardines públicos encendió un cigarrillo mientras su devota manguera colgaba inerte del antebrazo. No había visto nada que no fueran las implacables gotas de sudor que, resbalando por su frente, caían limpiamente en su mono verde, perfumándolo de soledad transparente. Hilos de agua escapaban en líneas irregulares hacia las calvas de tierra y arena en su eterna batalla, reducida aquí a su más mínima expresión: pálidos ocres agrietados y desérticos contra verdes naturales.
Dio un salto defensivo hacia atrás y volvió a repetir:
El segundo piso de un bloque de viviendas con fachada de ladrillo rojo eterno, esperaba de forma callada y paciente para dar el abrazo familiar y diario de sus paredes íntimas. Atrás quedaba la carretera nacional, cuya llanura asfaltada pintada con líneas separadas, duras y blancas, se perdía al sur del horizonte derretida en un punto negro emparedado por una inmensa y tibia luz. Una mole de ruidos artificiales atronaba el lugar y quedaba confundida con el ritual de la tormenta que seguía amenazando. Era inútil hablar o intentar entenderse. La penumbra del oído permanecía insaciablemente alterada. Era un castigo urbano. En un paseo familiarmente tranquilo era utópico alimentarse de silencio. Sólo el sudor adquiría en estas fechas verdadera naturaleza de ser.
Un autobús inflamado de viajeros se convulsionaba en la parada cercana con un último estertor mitigado por los terribles alaridos que provocaban sus frenos. Una estela de humos y gases difuminaba en el ambiente las blusas, faldas y pantalones de los pacientes viajeros que, imperturbables, esperaban para subir, mezclándolos con un gris espeso y sucio. Toses variadas saludaban al autobús en su lenta despedida. El rostro de Filipo permanecía impasible. Sus ojos negros destilaban pensamientos profundamente arraigados en él.
«Estamos atrapados sin darnos cuenta por la depresión ambiental, como dicen los suecos», pensaba, abstraído de los demás. «Y esa agresividad pacífica que estalla como un latido animal… Estamos siendo devorados por el tiempo. Más alto, más rápido, más fuerte, mejor nivel, más consumo…».
Alda y los niños se volvieron asustados hacia él. Claudia replicó:
Filipo, sorprendido, cayó en la cuenta y se encogió de hombros con un gesto de resignación silbando absorto el tercer movimiento de la Tercera de Brahms, ahogando sus pensamientos y presionado por el brazo que su mujer había dejado planear alrededor de él.
La calle donde se ubicaba el portal estaba custodiada por varios cubos de basura rebosantes de desperdicios y bolsas negras atadas con el olor de cada casa.
Claudia gesticulaba observando las distintas opacidades grises fundidas con el espejo de la entrada.
Las paredes de azulejos blancos sumergían a la familia en una ducha imaginaria, tibia y oscura, a través del largo pasillo que había hasta el ascensor. Claudia tiró del brazo a Samuelito y los dos se retrasaron unos metros. Y allí, en la penumbra del pasillo, con el tono irradiado de los azulejos blancos, le mostró con verdadera reverencia la pequeña piedra negra en la que ahora apenas si se distinguía un punto de luz.
Un trazo negro dejó su marca difusa en un azulejo.
El interior del ascensor era pequeño y austero. Una luz débil y mortecina iluminaba a la familia como si fueran fantasmas de ilusión corporal.
Samuelito, que se había desinteresado completamente, siguió leyendo distraídamente su cómic y apenas escuchaba la vocecilla de Claudia.
Un millón de interrogantes encendidas con chispitas amarillas surgieron de la cabeza de Samuelito, revoloteando alrededor de él.
Los interruptores disolvieron la luz en la hora del primer sueño. La noche rezumaba oscuridad pegajosa, transmitida por el sofoco de la tormenta que seguía invariablemente encima de ellos. Claudia y Samuelito dormían ya. Sus energías habían quedado invisiblemente diseminadas por toda la habitación y las aventuras de los superhéroes sucedían ahora en lo más profundo de la mente.
Primero fueron unos pasos cortos y silenciosos, lo que despertó a Samuelito. Los oía venir, casi imperceptibles, desde la habitación de sus padres, atravesaban el salón, seguían por el pasillo, pasaban por su cuarto y cesaban súbitamente en el de su hermana. Ya cerraba los ojos y se volvía de lado para dormir, cuando le interrumpieron de nuevo. Esta vez, en cuanto notó que llegaban a su altura, abrió bien los ojos y esperó. Una silueta ínfima y conocida gimoteaba calladamente. Era Claudia.
Claudia no le escuchaba, la oyó ir de nuevo sobre sus pasos hasta la habitación de sus padres y allí, de pronto, sólo silencio. Aguzó más el oído levantando la cabeza de la almohada y escuchó unos gemidos entrecortados y constantes que venían del mismo lugar donde los pasos se interrumpieron. Tras unos breves segundos se reanudaron precipitadamente. Samuelito ya se había sacudido el sueño completamente y esperaba en la puerta de su habitación.
Esta vez sí le oyó y hasta pareció reconocer su voz. Un pequeño escalofrío recorrió a la niña que se abalanzó temblandito hacia su hermano.
Atravesaron pronto el pasillo y el gran salón impulsados por el miedo que sentían los dos. Flemas de aire caliente y bonachón que entraban por la terraza meciendo las cortinas, acompañaban su tránsito. Una vez llegados a la puerta de la habitación, se quedaron pasmaditos.
La luz brillaba con una extraña intensidad oscura. Sus bordes eran abrazados sigilosamente por un oso de peluche blanco que palmoteaba con los brazos extendidos en la sombra. Dos tenues manchas amarillas en sus ojos parecían cobrar vida inútil.
Una claridad repentina penetró en la habitación y una boca de lobo enorme se abrió mostrando como fauces carnosas el empapelado de la habitación. La pureza blanca del peluche quedó espectralmente iluminada por un relámpago.
Afuera la tormenta gravitaba con todo su poder sobre la colonia. El viento de la noche silbaba y susurraba cosas al oído de los árboles que batían sus ramas en señal de asentimiento.
Dos siluetas apenas visibles se recortaban en la oscuridad del pasillo. Una de ellas, más alargada, se doblaba caprichosamente en el ángulo que formaba el techo, fusionándose amorosamente sobre la otra, diluidas las dos en cada rincón, apareciendo de nuevo como un jorobado eternamente fundido en la pared. Los muebles gruñían al paso de los niños, desvelando los sueños de madera que llevaban dentro.
Dos luces pequeñas sobresalían de las caperuzas plateadas que colgaban del armario de baño, expulsando pelitos de luz amarilla inflamados como globos expandidos que reflejaban con asombro en el espejo la imagen de la niña inclinada haciendo pis, sostenida con firmeza por la mano de Samuelito, que trababa de distraer su miedo.
Claudia le miró confiada a la vez que introducía su puñito cerrado en la mano grande de su hermano, y allí lo dejó anidando seguridad.
El grifo de la bañera goteaba sin cesar palmoteando lentamente, plas, plas, plas, a través de las cortinas del baño. Una cucaracha que los niños no habían podido ver, pugnaba por salir por el bote sifónico. Transparencias de luz brillaban en su cuerpo reluciente y negro. Por fin desapareció con su carga de ilusión óptica. Desgarrando el papel higiénico, Samuelito ayudó a su hermana, que se limpió cuidadosamente, remetiéndole la camiseta de dormir en cuyo exterior ya no cabían más dibujos, mientras ella seguía hablando, ya sin temor.
De pronto la luz se desvaneció y sólo dos palitos rojos fueron consumiéndose poco a poco bajo la atenta mirada de los niños. Después nada. Claudia y Samuelito tenían miedo, no se movían y apenas respiraban para no estorbarse. Samuelito se acuclilló tanteando a ciegas el borde del rodapié con sus dedos huesudos y largos. Claudia se debatía entre el miedo a lo desconocido y la certeza de sentirse protegida, subida como estaba en la espalda de su hermano, al que iba babeando la oreja entre palabra y palabra.
Gritaban las plantas de la terraza ayudadas por el viento, o así se lo parecía a los niños, cuando la enredadera grande golpeaba con fuerza geranios, alelíes, begonias y pensamientos, liberada de su abrazo con la eterna barandilla. Un estampido enorme atronó el lugar dejando la atmósfera cargada de presagios.
Samuelito presionaba sus dedos con fuerza en el rodapié hasta hacerse daño. Desgranaban con sus manos la oscuridad de la noche y así fueron avanzando, pasito a pasito, hacia la cama.
Claudia sentía la espesa caricia nocturna recorrer sus párpados lentamente. Su hermano le hablaba y le hablaba y le contaba aventuras del cuerpo humano y de animales veloces y ella gruñía y gemía aún, pero ya no se movía. Su respiración acompasada aserraba el aire muerto de la habitación. El olor a lluvia y a tierra mojada se filtraba por la ventana y quedaba esparcido entre las sábanas blancas que guardaban sus pequeños cuerpos.
Samuelito no dormía aún. Tumbado boca arriba, su rostro mostraba una expresión vaga que subía hasta el techo, donde algún pensamiento quedaba débilmente iluminado por los relámpagos.
«Dice Jose –pensaba Samuelito tensando su cuerpo– que soy un lento porque tardo mucho en hacer las cosas y en contestar en clase. Y ya estoy harto, porque nadie corre más que yo. Nadie me gana.»
Ese par de ojos claros y profundos, que se salían de dentro y rozaban con el movimiento de sus pestañas las pecas amables de su cara, desarmaban la malicia de cualquiera. De carácter franco y solitario, no entendía las bromas de los demás. Sentía verdadera pasión por el cuerpo humano y le hechizaban sus defensas que para él eran armas naturales transplantadas de cualquier cómic. También amaba la Naturaleza y los animales con la pasión de sus diez años. Solía pasear con toda la familia casi a diario y, de acuerdo con todos, buscaba siempre los lugares donde aún crecía la hierba. Muchas veces su hermana en mitad del paseo (era imprevisible), con esa elasticidad tan infantil que tienen los cuerpos de los niños, se agachaba y cortaba con sus manos una florecilla común. Entonces Samuelito se encendía primero, gesticulaba con las manos, amenazaba con palabras y, finalmente, muy airado, se alejaba derramando bondad. Era inútil llamarle, ya no volvía hasta que entraban en el portal. Allí todavía seguía furioso, pero Claudia sabía muy sutilmente cómo hacerle olvidar. Se arrimaba a él toscamente y le decía con la voz encandilada:
Y entonces él accedía de buena gana muy deseoso de emular a sus héroes favoritos de los cómics. Pero después de un ratito, cuando el ya estaba en lo mejor de la aventura, ella se cansaba y decía que no, que ahora tocaba jugar al padre y a la hija y él, claro, que no. Discutían, chillaban, se pegaban, y Alda y Filipo venían desde la otra punta de la casa recogiendo nervios por el camino. Les calmaban, explicaban y regañaban y ellos empezaban de nuevo el juego muy hermanados.
A veces a Samuelito le entraban unas ganas locas de acariciar el medio ambiente, pero no sabía cómo. Entonces llevaba a su hermana Claudia hasta la ventana que da al jardín y miraba a través de ella todo lo que su vista alcanzaba como él lo imaginaba, con esos ojos suyos que se le salían de nobles. Pasaba su mano por el pelo de Claudia y le acariciaba los rizos lentamente metiendo los dedos entre sus bucles y allí se estaba pensando, hasta que ella le llamaba pesado y no sé qué, pero en cuanto él le ofrecía algo a cambio enseguida se hacía la interesada y le dejaba hacer otra vez.
Ahora tenía a su hermana allí acurrucada, con los pequeños pies de ella apoyados en su vientre, y él se sentía así más mayor.
La noche iba quedando envejecida por las horas, alterada en su más íntimo silencio. El viento bramaba con fuerza y la tormenta aullaba herida de lejanía. Tenebrosas gotas oscuras eran iluminadas en su rápido descenso a través de los cristales, convirtiéndose en su caída en líneas delgadas que desaparecían esfumándose en la tierra. Las peripecias nocturnas, aliadas con la tormenta, habían provocado que el sueño más profundo se desvaneciera y en su lugar se aposentara otro más ligero y visionario. Esporádicamente se dejaba oír algún trueno acompañado de relámpagos fugaces.
La lluvia cesó y un alba nítida y limpia asomaba su largo y extendido cuerpo preguntando a la noche si podía pasar. Un par de ojos, grandes como melones dormidos, se abrieron calando la tibia claridad de la habitación.
Un felino humano con cara de niño alto se plantó de un salto al lado del objeto negro asiéndolo firmemente con sus manos. De pronto se sintió arrastrado por una desconocida y misteriosa fuerza para él. Desconcertado, devolvió la piedra a la mesa, lleno de inquietud.
La piedra negra de luz oscura se transparentaba con la luz del amanecer traspasando las ventanas de la habitación. Samuelito, asustado, reculó sobre sus pasos sin dejar de mirarla, pero se rehizo rápidamente al chocar con su hermana que había venido siguiéndole y se quedó clavado donde estaba. Una mirada larga y recta fructificó en su rostro grave y decidido tras la primera impresión. Adelantó de nuevo su mano posándola con ternura sobre la piedra solitaria. Suavizó su respiración sin moverse. Una sensación agridulce de calor y bienestar recorrió su cuerpo y le dejó confuso, entonces, cuando vio a Claudia que le observaba todo el tiempo con la boca entreabierta y el asombro recogido en sus ojos desmesuradamente agrandados, supo lo que tenía que hacer y se dirigió decididamente a la terraza con el objeto en la mano.
La tormenta aún rebañaba con su escudilla negra algún pedazo de claridad. Una brisa ligera llamaba ahora la atención de geranios, begonias, alelíes, hortensias y pensamientos, cuyos pétalos derramaban las gotas de lluvia que humedecieron su sueño.
Había un sosiego extraño. Una paz cargada de malos augurios. Un gris gratificante bañaba la ciudad y latía invisible sobre la dormida colonia.
Samuelito se sentía solo y confundido, no sabía cómo actuar. El objeto se había hecho invencible en su cerebro. Un embudo de nervios se había formado en su interior aspirando vahos de miedo.
Claudia, que iba siguiendo el rastro de Samuelito con su peluche en la mano, observaba con temor las dudas de su hermano trasmitidas a ella misma.
El brillo omnipresente de la piedra envolvía el aire con reflejos que se desvanecían sobre la tierra mojada, de donde subía un murmullo de voces menudas teñidas con el aroma húmedo y tibiamente refrescante de la mañana. De repente todo quedó sumido en el más absoluto silencio. Durante unos segundos el tiempo no existió. Venas de esperanza verde se entrecruzaron con las líneas de la mano atravesando la piedra por su base y cosquilleándola con vida humana.
Brotó un suspiro de un alma infantil, se elevó en el aire y explotó.
Un resorte de afectividad impulsó a Claudia hasta Samuelito derribando a su hermano impetuosamente al suelo. Una descarga amarilla vestida de grana culebreó en el aire chocando violentamente con la piedra que, desprendida de la mano del niño, se disolvió antes de tocar el suelo.
Un extraño e indescriptible olor a muerte quebró el tiempo inmóvil. Claudia se desplomó hecha un ovillo sobre Samuelito que había quedado inconsciente.
Pasados lo que parecieron breves segundos, Samuelito se recuperó del primer aturdimiento, incorporó a su hermana a duras penas y la sentó sobre el suelo de terrazo enmascarado de negro. El aire aún estaba caliente. El rayo había dejado su aliento en el rostro ennegrecido de los niños.
Pero el oso aparecería más tarde abrazado a la pata de una silla, con los ojos arrugados y la nariz despegada.
Samuelito levantó a Claudia del suelo de la terraza y la sostuvo en brazos. Y los dos, muy juntos y aturdidos, pasearon su mirada inmaculada por el paisaje urbano.
Las frágiles figurillas eran peligrosamente observadas por las grandes construcciones, cuyos miles de ojos en forma de ventanas espiaban vigilantes e inmóviles. Un esperpéntico y envenenado cómic natural, plagado de colores, planeaba encima de la colonia.
Sus páginas encubiertas restallaban como látigos imaginarios de humo dañando al pasarlas los ojos de los niños. Un cementerio de antenas niqueladas quedaban dispersas por los tejados como delgadas armaduras grises y brillantes de héroes invisibles. Bloques y edificios se contorsionaban blasfemando entre ellos. Los televisores, el enemigo común, acechaban ocultos dentro de los muebles el reposo familiar con sus cuerpos aún calientes de la noche pasada. El espectro de las parabólicas y las antenas de los radioaficionados trepando austeras por el cielo liviano, producían una angustia fantasmagórica.
Sauces, álamos y acacias con pan y quesillo, proferían un lamento único y profundo de la raíz a la copa, sesgando imágenes de fuego en su memoria vegetal. La hondonada artificial excavada recientemente para construir los cimientos de nuevos bloques, vertía el hedor de las entrañas removidas de la tierra. El blanco infinito del color impune de las estrellas se comía crudas la noche y el alba rescatando segundos eternos a la débil luz del amanecer. Era el momento olvidado de la delicada transmutación de la noche en día.
Los niños volvieron la espalda a la colonia, que empezaba a despertar, para enfilar cansadamente el camino del desayuno.
Alda y Filipo, que se habían levantado al oír el estruendo, parecían dos estatuas mudas por el asombro y el terror.
Hicieron lo imposible por tomar el desayuno dentro de la normalidad habitual, aunque había un silencio vivo, cómplice, en los dos niños que no pasaba desapercibido para los padres. Filipo leía el periódico y apuraba su café, pero algo no andaba bien en su cabeza. Un elemento extraño se había sumado cautelarmente a la mesa. Los niños no discutían, no se peleaban por las tostadas…
Buscó a Alda con la mirada, pero ella levantó los brazos en señal inequívoca de no comprender nada. Los dos miraban asombrados cómo Claudia y Samuelito tomaban su desayuno sin protestar, era un silencio roto por los sorbos de la leche con cacao y el pasar impreciso de las páginas del periódico.
Claudia parpadeó muy despacio, abrió y cerró los ojos cargada de satisfacción y, con voz dulcemente baja, ralentizó sus palabras.
Una oleada de guiños descubrió Filipo entre los dos niños.
Filipo miró a su hijo y éste recibió su mirada sin apartar la suya.
«¡Dios mío!, ¡qué mayor está ya!», pensó.
Samuelito recogió la mesa del desayuno y retiró el periódico pasando las hojas distraídamente en busca de las tiras cómicas. De pronto se detuvo sobre algo que había llamado su atención. Una pequeña y escueta noticia que aparecía a pie de página:
«Desaparecida importante piedra del Museo de Ciencias Naturales.
La obsidiana, conocida también con el nombre de “Espejo de los Incas” por su espectacular brillo, es una piedra de origen volcánico de color negro, que posee un incalculable valor.
Se gratificará a quien sepa dar algún tipo de información que pueda conducir a su paradero».
Samuelito cerró el periódico con cuidado y se quedó pensativo durante un momento tan sólo, después murmuró muy bajito, como si temiera ser oído:
El sol terminó de engullir la luminosidad del amanecer y sus rayos amarillos acariciaron la tierra perfumándola de calor.
Por Felipe Iglesias Serrano
El edificio palaciego fue construido en 1903 como la residencia de Lázaro Galdiano y su esposa. Hoy es un museo ubicado en la calle Serrano 122, que alberga la colección de arte de José Lázaro Galdiano.Este edificio fue declarado Bien de Interés Cultural en 1962.
El museo contiene importantes colecciones de valiosas obras desde el período prehistórico hasta el siglo XIX. Abrió sus puertas al público el 27 de enero de 1951, y su inauguración supuso para el público y los profesionales relacionados con la cultura un gran tesoro, tanto por la riqueza como por la variedad de las colecciones.
Lázaro nació en 1862 en Beire, Navarra, en el seno de una rica familia. Cursó el Bachillerato en Sos del Rey Católico para después seguir estudios de Derecho en Valladolid, Barcelona y Santiago de Compostela, obteniendo la licenciatura en esta última universidad. Se estableció en Barcelona en 1882, desempeñó la secretaría del Banco de España y fue cronista de arte en La Vanguardia. Se hizo amigo de la novelista y periodista Emilia Pardo Bazán, quien lo presentó a los principales intelectuales españoles de la época.
En 1903 se casó en Roma con Paula Florido y Toledo, rica dama argentina, tres veces viuda. Enviudó en 1932, año en que comienza a viajar solo y a residir durante años fuera de España, principalmente en París y Nueva York, en las que formó nuevas colecciones luego incorporadas a la que había dejado en Madrid. Murió en su residencia de Parque Florido el 1 de diciembre de 1947, dejando como único heredero de todos sus bienes al Estado español. Un año después se creó la Fundación Lázaro Galdiano. El legado estaba formado por 13.000 obras de arte y una biblioteca con 20.000 volúmenes.
El museo muestra un total de 4.820 piezas, distribuidas en todas las plantas del edificio. José Lázaro sentía una gran admiración por Francisco de Goya, y prueba de ello es el importante número de obras del genial pintor aragonés: la excelencia de obras como El Aquelarre o su pareja Las Brujas, La Era o El verano…
La planta primera, la zona noble del palacio, conserva íntegra la decoración y distribución original con los techos pintados por Eugenio Lucas Villamil. Las pinturas de El Greco, Velázquez, Zurbarán, Ribera, Pereda, Murillo, Carreño, Claudio Coello, Meléndez, Vicente López, Federico Madrazo, Antonio Esquivel, Eugenio Lucas, así como la ya citada y magnífica colección de lienzos de Francisco de Goya.
La segunda planta, antigua zona privada de la casa muy transformada en la reforma de mediados del siglo XX, ofrece una cuidada selección de obras de las escuelas europeas más importantes, como la italiana, flamenca, alemana, holandesa, francesa e inglesa.
En la tercera planta, el denominado “Gabinete del coleccionista” exhibe de forma novedosa, en vitrinas y cajones, armas, textiles, monedas, hierros, medallas, etc. Recomiendo su visita por la riqueza que hay en este museo. Cerrado todos los lunes del año.
NARCISO CASAS
En un solo día conocerán todo lo que Madrid les ofrece.
La Galería de Cristal del Ayuntamiento de Madrid acoge la quinta edición de esta jornada festiva que da la bienvenida de manera oficial a los miles de estudiantes extranjeros que han escogido Madrid para desarrollar su formación.
Asimismo el Madrid Student Welcome Day, que se desarrollará a lo largo de todo el día, desde las 11:00 hasta las 19:00 h, concentrará en un único espacio todo tipo de información académica, cultural, gastronómica, lúdica, de ocio y servicios que será de interés para los estudiantes foráneos, mediante conferencias, sorteos, actuaciones musicales y culturales y muchas más sorpresas.
Seguro que va a ser una experiencia llena de sorpresas con la presencia de DJ’s, flamenco, fado, la tuna, sorteos de entradas para partidos de fútbol, carnavales y scape room.