FERNANDO JOSÉ BARÓ
En la calle del Clavel en el siglo XIX existía un palacio con amplio jardín. En él, entre arboles trenzados de hiedra, rosales, acacias y un ciprés silente, destacaba un viejo y frondoso olmo de tronco recio donde Teresa Montalvo, condesa de Jaruco, linda y joven viuda, se ve a escondidas con el rey intruso. Aquel recio olmo cobija a los dos enamorados entre besos, caricias y promesas de amor. Cada noche, José Bonaparte acude a la cita de su amante criolla —la condesa era cubana— en el jardín de ese palacio. Va en carruaje, evitando miradas indiscretas.
José I y Teresa de Montalvo se conocieron en los salones de la flor y nata de la sociedad madrileña, punto de encuentro de la alta burguesía y lo más distinguido de la época. Uno de aquellos salones se encontraba en la residencia de la condesa, en la calle de la Luna, donde se daban grandes bailes y acudían ministros, diplomáticos, escritores, artistas y damas jóvenes. María Teresa Montalvo O’Farril pertenecía a una de las familias más adineradas de Cuba. A Teresa la describen como una “hermosa habanera en extremo voluptuosa”, culta, galante, de ámbito mundano y con grandes dotes de seducción. Procede del mundo colonial, y llega a Madrid, una ciudad muy diferente a su Habana natal, donde se junta con lo más granado de la sociedad. En esas reuniones se gozaba de libertad y fueron la forja del liberalismo en España.
Los amantes viven su apasionada e intensa historia de amor. Un trágico presentimiento invade los sueños de la condesa, y en una de sus citas clandestinas le pide al rey que si muere antes que él quiere ser enterrada bajo el olmo donde ambos han sido tan dichosos. José I promete cumplir el ruego de su amada.
El otoño de 1810, tras una corta enfermedad, Teresa Montalvo muere y es enterrada en el cementerio de Fuencarral, siendo el primer enterramiento de dicho camposanto recién inaugurado. Esa misma noche, un par de embozados por orden del rey remueven la tierra, desentierran el cadáver y, aprovechando la oscuridad, transportan el arcón en un carro hasta la calle del Clavel. José Bonaparte espera roto de dolor en el jardín del palacio el cuerpo sin vida de Teresa y les indica el lugar a los pies del viejo olmo donde deben enterrarla. Allí, en un sueño eterno, en el mismo lugar donde fue inmensamente feliz junto al rey intruso, reposa para siempre la condesa de Jaruco.
Como buen Bonaparte, José I sucumbía fácilmente a los encantos de una bella dama. El sexo era primordial en su vida y no fueron pocos sus romances en España. Le encandilaban las damas de alta nobleza española y no le importaba que fueran solteras, casadas o viudas. Tras la muerte de Teresa, se encapricha de su hija María Mercedes, casada con un oficial francés, Christophe-Antoine Merlin, capitán general de la guardia de José Bonaparte. Si su madre tenía fama de disoluta, escandalosa y de estar totalmente entregada a la pasión, María Mercedes no destilaba menos erotismo. Ella misma se describía: “Mi color de criolla, mis ojos negros y animados, mi pelo tan largo que costaba trabajo sujetarlo, me daban cierto aspecto salvaje, que se hallaba en relación con mis disposiciones morales… Viva y apasionada en exceso, no vislumbraba la necesidad de reprimir mis emociones y mucho menos de ocultarlas”. También le gustaba pintar y escribir: enseñó sus dibujos a Francisco de Goya, y el maestro aragonés al verlos la dijo que no alcanzaría la gloria como pintora pero que llegaría lejos como mujer.
No sabemos si en agradecimiento a las artes amatorias de su mujer o por otros motivos, el rey nombró conde de Merlin al marido de María Mercedes. En los mentideros madrileños se escuchaba una copla que decía: “La condesa tiene un tintero / donde moja la pluma José Primero”.