Como quien quiere apresar la sombra
o perseguir el viento, así es el que se apoya
en los sueños.
Eclesiástico 34.2
Era un mediodía lleno de palpitaciones felices, de ingenuos presentimientos recién traídos del sueño de la noche. No lo pensé dos veces y atravesé con astuta rapidez la descolorida plazoleta de San Nicolás. Escapaba del sol de agosto, de las vaharadas de intenso calor, desparramadas sobre los transeúntes que circulábamos como carne perdida por aquel lugar tan lleno de pobreza.
El chiringuito de la suerte estaba siempre abierto para los bobos como yo, jugadores ocasionales que van un día a la semana a depositar su boleto y piensan con deliciosa inquietud que ese día, ese momento, ese efímero instante será el suyo. Es tan hondo el deseo, que rezan y piden sin fe, a todos los santos del cielo, para que cambien su vida artificial para siempre.
Me sentía lleno de una avariciosa necesidad de dar lo que nunca sería mío y, a pesar de ello, ansiaba poseerlo todo una sola vez para repartirlo todo entre todos al mismo tiempo, al fin y al cabo, no poseer nada nos hace libres.
Al mismo tiempo que depositaba y veía como sellaban en la ventanilla mi boleto del Euromillón, saqué mi móvil y me dispuse a hacerle una foto al listado de botes de todos los juegos semanales. La lotera me miraba de un modo afectuoso, con piadosa simpatía, al tiempo que preguntaba curiosa y yo le contestaba con todo el candor del mundo, que por una vez en mi vida, deseaba tener todos los botes, aunque solo fuera en una fotografía. Asintió sonriendo para sí mirando mi cara de estúpido ilusionista.
Salí de mi casa con los bolsillos vacíos, salvo unas escasas monedas para pagar el boleto, y regresaba a ella por el mismo camino, con el mismo sol puntilloso, la misma plaza, pero con todo el dinero del mundo impreso en una fotografía. También llevaba dentro de los ojos, una pizca de turbia esperanza.
Felipe Iglesias Serrano