“La música nos recuerda un pasado que nunca hemos vivido”. Óscar Wilde
Andaba yo algo perdido, los pasos que daba contradecían mi pretensión de ir a un lugar determinado. En la Plaza de Callao todo era pérdida. El sol nacía turbio en mitad del cielo, nublado por la calima africana del mes de julio. Una pequeña nube blanca se abría paso hacia la Plaza de España, parecía ir pidiendo socorro en su desdichado avance. Me perseguía un sinfín de sonidos, de pies y de voces, de artilugios municipales, de prisas infundadas, de vidas desentendidas de otras vidas… Una viva cacofonía que me impedía oír mi propio silencio.
Me sentía solo entre tanta gente y me invadió la necesidad de comunicarme con alguien cercano. Elena me había dado permiso para llamarla, así que, anhelante e ilusionado, marqué su número y dejé que el tono sonara varias veces sin resultado.
– Tal vez no es el mejor momento- pensaba yo.
Pero, enseguida, el sonido insistente de mi aparato vino a sacarme de mi ensimismamiento.
Elena derramaba bondad, y yo la escuchaba con verdadera devoción en tanto su voz cálida serenaba mi ánimo y me transmitía sensaciones imperecederas como solo pueden hacerlo los limpios de corazón. Delicadamente, como vibran en el aire las notas musicales, sus palabras suaves iban tejiendo sobre el tiempo presente y sobre el pasado una red sutil en la que estuve atrapado por unos instantes eternos en medio de sus vivencias familiares, de su amor por Luis, siempre presente en nuestra conversación, de su fidelidad a Joaquín y de su no permitida soledad.
Mientras ella me hablaba con la ternura de un pajarillo cantor, yo, inmune ahora al ruido ensordecedor que brota del núcleo mismo de la ciudad, bajé la Calle Preciados, atravesé la Puerta del Sol, bañada en luz desanimada y cenicienta, y me encaminé hacia la Calle Postas donde me quedé varado, en actitud religiosa, apoyado contra la pared.
Seguimos departiendo. Me hacía mucho bien escucharla. Me contó que llevaba un año sin tocar el piano, desde lo de Luis, y, sin embargo, a mí aquellas pequeñas cosas que Elena me confiaba con sincero fervor sobre sus seres queridos, su arte, su deseo de ser útil, todo lo que me decía, me sonaba a música guardada durante mucho tiempo en su corazón.
Nos despedimos con besos y abrazos, aunque sin deseo alguno de hacerlo, al menos por mi parte.
Reanudé cabizbajo, pero feliz, mi deambular solitario por ese Centro de la ciudad que antaño había sido alegre y luminoso. Desanduve el camino andado y volví a la Plaza de Callao, donde todo es pérdida, dejando que mis pies me llevaran a ninguna parte.
En el transcurso de esa conversación había comprendido súbitamente el estado perfecto de la armonía musical inscrita en el yo interno de cada uno que en Elena se transparenta con tanta naturalidad y quietud. Eso es para mí la música, bienestar íntimo eterno, eso y la voz de Joaquín Díaz.
Por Felipe Iglesias Serrano