DAVID MATEO CANO
Osiris, de entre todos los dioses egipcios, siempre fue el más venerado por el pueblo. Era el dios del inframundo, aquel que otorgaba la eternidad a los que habían llevado una existencia honesta y justa. Según se explica en la mitología egipcia, el Juicio de Osiris era un gran acontecimiento en el que se decidía el destino del difunto.
El juicio tenía lugar en la Duat, donde las almas eran guiadas por Anubis, el dios con cabeza de chacal, hasta la sala de las Dos Verdades. Allí se encontraba con Osiris, que era el encargado de dictar la sentencia y decidir si el alma del muerto podía ir al paraíso o no. Anubis extraía el corazón del difunto, símbolo de la moral y de la conciencia, y lo colocaba en un plato de la balanza. En el otro plato ponía la pluma de Maat, la diosa que representaba la verdad y la justicia.
A partir de ese momento, un jurado de 42 dioses iba formulando preguntas sobre el pasado del difunto y su comportamiento moral. En función de la respuesta, el corazón podía aumentar o disminuir de peso, haciendo decantar la balanza hacia un lado o hacia el otro. Thot, el dios de la sabiduría, era el encargado de anotar los resultados del pesaje, y finalmente Osiris exponía el resultado ante el tribunal divino.
Si la balanza estaba equilibrada quería decir que el difunto había dicho la verdad, y por consiguiente su alma se consideraba buena y justa. A partir de ese momento sería guiada por Horus hasta su cuerpo momificado, al que se le abrirían los ojos y la boca en una ceremonia ritual para disfrutar de una vida eterna en el Aaru o Tierra de los Juncos, que era el paraíso egipcio. En caso contrario, Amut, una terrorífica deidad con cabeza de cocodrilo, piernas delanteras de león y cuartos traseros de hipopótamo, se encargaría de la llamada “Segunda Muerte”, devorando el cuerpo del difunto y evitando así que se hiciera inmortal, dejando de existir para siempre.
DAVID MATEO CANO