Hace nueve años por estas mismas fechas sufrí una catarsis de cuyas consecuencias aún no me he recuperado. Vivía en Siria, y la vida no podía ser más bonita: me levantaba temprano para tomar café turco y yogur cremoso en la terraza de mi casa en Homs, miraba a las palomas dar vueltas por el cielo y oía a los vendedores ambulantes gritar el precio de los tomates y las bombonas de gas desde sus camionetas mientras estudiaba árabe hasta la hora de comer.
Por la tarde visitaba a mi familia: tantos primos de sangre tengo que en ocasiones me costaba recordar sus nombres. Sobremesas llenas de dulces artesanales: de nata, de pistacho, de chocolate; más café, conversaciones en dialecto y, en ocasiones, silencios que cortaban el aire.
Pero todo eso acabó cuando empezó la revolución. Y después de unas cuantas lágrimas que creí no tenía derecho a verter hasta pisar suelo español, unas cuantas despedidas de personas que ya nunca volveré a ver y un avión que me alejaba hasta el día de hoy de una tierra en la que fui inmensamente feliz, mi cuerpo llegó a Madrid, pero mi alma se quedó allí.
El único consuelo se encontraba en las personas que también parecían vivir, pero no vivían; pendientes como yo de que aquel primo asegurara su anonimato publicando cierto vídeo, o de que este otro haya conseguido cruzar la frontera o que ése tan activo haya vuelto sano y salvo de aquella funesta manifestación. Pero no volvieron. Y el silencio que dejaban era atronador.
Y fue así, en la desesperación y en la impotencia, que fui forjando alianzas entre amigos que tenían como yo lazos de sangre con la tierra de la revolución. Y como nuestros primos hacían, salíamos a la calle y gritábamos lo mismo que gritaban ellos. Cada día entrábamos a nuestras redes sociales y hablábamos de ésos a los que conocíamos, de por qué estaban arriesgando sus vidas y de por qué el mundo no podía fallarles.
Entre esas voces que en España no cedieron a la impotencia, a la desesperación, ni se rindieron cuando el mundo entero nos daba la espalda y se cruzaban todas las líneas rojas y los muertos se contaban por miles, hay una mujer que se expuso ante el foco mediático: Leila Nachawati. Escribió artículos firmando con su nombre aun a riesgo de que sus familiares sufrieran allí las consecuencias, fue a los platós de televisión a contar que no todo era geoestrategia y utilizaba las redes para denunciar las peores atrocidades al mismo tiempo que mantenía el contacto con los que aún seguían aguantando en Siria.
Ese foco mediático era indispensable para que, por lo menos, la gente conociera la verdad. Para que con el transcurso de la historia la narrativa de los hechos no fuera la de los que vencieron por la fuerza. Mención especial merecen aquellos periodistas (Antonio Pampliega, Ricardo G. Vilanova, Javier Espinosa, Mónica G. Prieto…) que lo arriesgaron todo para ser testigos directos de ese sufrimiento y casi no lo cuentan.
Pero había ese otro tipo de silencio que intentaba imponerse desde las redes sociales, un ciberacoso especialmente intenso en Twitter y que se enfocaba en Leila por ser mujer, por ser activa y por mantener un discurso alejado de las dicotomías. Uno de mis pasatiempos favoritos era pasarme por su cuenta y denunciar a todos aquellos que lanzaban insultos y amenazas a su persona. Y Twitter me daba la razón, aunque el bloqueo a sus cuentas solo duraba unas horas.
Así que en 2016 decidió que todo lo que estaba haciendo no era suficiente y publicó una novela, que ahora ha quedado finalista en la III Edición de Rodando Páginas y con un poco de suerte la vemos en la gran pantalla (cruzamos los dedos): Cuando la revolución termine. Gracias por todo, Leila.
LAILA MUHARRAM
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