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El campo de la fresa

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MIRIAM GARCÍA SANTAMARÍA.

Dicen que toda nuestra suerte casi se decide en el momento y lugar exactos de nuestro nacimiento, y tras muchas reflexiones he deducido que algo de razón tienen. Vivimos en un mundo injusto: algunos con muchos recursos y otros apenas pueden echarse un trozo de pan a la boca.

Lo primero que recuerdo haber visto con mis ojos negros son dos mujeres muy diferentes. Una se maquillaba los párpados con un color azulado y en sus labios un dulce carmín, tanto como las canciones que me cantaba para que me durmiera bajo su brazo. Tenía la piel blanca y el pelo largo, a menudo recogido en una cola de caballo. La otra mujer apenas lucía hermosa, no perdía el tiempo en arreglarse, me hablaba con exigencia y en su tono de voz aprecié siempre una culpa que cargaba en unos hombros que no correspondían con su miedo. La hacía dura como una roca y se pasaba largas horas trabajando duramente para sacarme adelante. Su piel y la mía eran color chocolate, mi pelo compartía el ADN con el suyo.

Yo corría por los campos de la fresa entre los surcos envueltos en plásticos oscuros, con la compañía de las mariposas y las picaduras incómodas de los mosquitos trompeteros del verano. Una piscina rodeada de césped me hacía olvidar mis difíciles raíces. Tardé muchos años en comprender las grandes diferencias de mis amadas madres. Porque a pesar de su poco parecido, sé que me querían del mismo modo. Solo que cada una actuaba como pensaba que me haría mejor persona, preparándome para un futuro que a pocos les da una tregua.

Me llamo Chery, como los ricos bombones. Soy del mismo color, aunque por dentro no tengo licor, solo sentimientos de agradecimiento a los campos de la fresa. La dueña de aquella tierra vio algo especial en mí cuando mi madre biológica me trajo por primera vez en época de siembra. Resultó tan buena conmigo que crecí entre su bondad. Me ayudó desde niño a esquivar mi destino, allanó mi camino y me enseñó que todavía hay gente buena en este mundo. Me dio la oportunidad que por sangre no me correspondía; se entregó a mi educación con el único propósito de verme crecer fuerte y sano.

Ahora, tras muchos años, soy el capataz de la jornada. Por las noches le llevo a mi madre de piel clara una banasta de flores frescas para que adornen su lecho y no se olvide del recuerdo de cuando yo era pequeño. Por el día, a mi madre de color café le lleno el botijo con agua fresca del pozo, mientras ella coge unos higos maduros de la higuera. Y aunque ya no necesito enseñanzas de ellas, deseo tenerlas siempre a mi lado, pues son para mí lo más preciado que tengo y nunca me cansaré de decirles lo agradecido que estoy de haber tenido la suerte de nacer entre los inmensos campos de Huelva que cobijan las estrellas y acogen a pequeños niños que, como yo, sin su tierra no encontrarían destino.

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