Hace unos días, un albañil amigo nuestro, ya jubilado, vino a ver una reforma que nos habían hecho hace poco. Yo me quejaba a él, que entendía, de lo mal rematadas que nos habían dejado muchas cosas. No estábamos satisfechos de la reforma, a pesar de lo que cuesta cambiar algo de la casa, pues los materiales están por las nubes (como todo), y la mano de obra no digamos. Este amigo nos dijo que la reforma en general estaba bien hecha, aunque no se habían esmerado en los remates. “Los detalles son lo más difícil”, fueron sus palabras literales. Posteriormente, hemos tenido que hacer la reforma de la reforma.
Esta semana he sido testigo de un detalle que me ha emocionado. En una fría mañana de este revuelto mes, muy temprano, un barrendero limpiaba frente a un bar. Un hombre salió del bar con un café para llevar y se lo entregó al barrendero, para que entrase en calor. Tener ese detalle supone que el hombre del bar tuvo que fijarse en el que limpia las calles, reparar en que hacía frío, y quizás se imaginó que si estuviera en lugar del otro hombre también le gustaría que alguien lo hiciese.
Ayer escuché en una entrevista “solo soy una persona normal”, y yo pensaba cuántos millones de seres humanos desearían ser personas normales como nosotros, habitantes de Europa Occidental, en el primer mundo.
No lo puedo evitar: me alucinan los detalles, los buenos detalles, los pequeños detalles, los difíciles detalles, en un mundo rápido, estresante e impersonal. Dudo que los robots sean capaces de tener detalles.
Las personas detallistas normalmente son generosas, observadoras, empáticas, sociables, amistosas, amables… Me ganan el corazón los detallistas. Me pasaba en la escuela.
Parece mentira, pero ya entre los alumnos los había detallistas y otros que no. Los primeros solían ser alumnos receptivos y atentos para fijarse en qué necesitaban los demás o qué les gustaría. Hay que saber mirar y ver, escuchar y oír. Y por supuesto sentir, emocionarse.
Recuerdo un alumno estupendo, de etnia gitana, que tenía un gran corazón, generoso, daba de sus bollos o de sus bocadillos a los que no llevaban nada para desayunar en el recreo. Siempre me ofrecía antes a mí, “¿quiere, profe?”, con unos ojazos negros simpáticos y alegres. Un día me trajo una vela muy bonita: semejaba una planta decorativa. Sorprendida le dije: “¿y esto, Amador?”. Me contestó: “Para ti, que nos enseñas muchas cosas”. Y añadió: “La compré con mis ahorros”. Tuve que hacer grandes esfuerzos por no llorar, emocionada. Pero le respondí: “Muchas gracias. Vosotros sí que me enseñáis a mí”.
Tocaba de forma magistral las palmas y el cajón. Pero, sobre todo, era agradecido y detallista. Confío en que de adulto (andará por los cuarenta años) lo siga siendo.