No sé si fue un aire o un desaire. La verdad, no sé muy bien qué me pasó. Ya estaban las luces del templo encendidas y Néstor, el joven sacerdote cantor de Aguadas, se aprestaba a saludar a los que solemos acudir a la misa dominical de las nueve de la mañana con la voz potente de alguien que cree en lo que hace. Fue en la Señal de la Cruz cuando se me vino el sofoco encima. Primero fueron los sudores, me sudaba toda la cabeza y de la frente me caían goterones ácidos que resbalaban por las mejillas y se estrellaban silenciosamente contra el arrodilladero del banco que tenía delante. Eché la culpa a las ventanas, porque con los ojos empapados en sudor no podía distinguir si estaban cerradas o abiertas para ventilar. Desde luego si allí hubo alguna vez aire ya no lo recordaba. Y justo cuando peor me sentía, después del acto penitencial, durante el Gloria, me encontré encajonado entre dos venerables ancianas que llegaron tarde con caras de marido. Sumaban tantos años entre las dos que podía entreverse la eternidad en sus ojos. Entre tiras y aflojas y a tirones, manejando bien los codos sobre mi cuerpo, lograron inmovilizarme entre sus generosas carnes y hacerse un buen hueco en el banco. El color negro de sus sobrios vestidos desentonaba con la extremada palidez de mi cara. Durante la Liturgia de la Palabra, mientras Pilar y Antonio leían el Salmo y la segunda lectura, yo no dejaba de preguntarme el motivo de mi repentino malestar, pensaba si no se trataría del recuerdo inconsciente de algo que me hubiera ocurrido en esos días y no fuera capaz de recordar pues, como es sabido, los desafectos, por muy menudos que sean, siempre brotan de cualquier manera en los momentos más inoportunos. Estaba claro que ese no era mi día, apenas me estaba enterando de las lecturas y no conseguía dar con ningún recuerdo fuera de lugar causante de aquel creciente malestar, así que mantuve el mismo rictus de rabia y permanente enfado con el mundo, en contraste con el resto de los feligreses, que parecían felices acompañando los cantos de la celebración aunque desafinaran en más de una estrofa.
Néstor, el joven cura, se movía, cantaba y oraba con una soltura encomiable. Acabadas las lecturas, comenzó su homilía hablándonos de los ricos, de los pobres y de Dios, decía que los ricos, por ser ricos, no necesitan a Dios y los pobres, por ser tan pobres, para qué iban a querer un Dios que los mantenía en la miseria. Yo escuchaba pero no levantaba cabeza porque las náuseas mareantes iban y venían al mismo ritmo con el que las dos señoras forcejeaban con mi cuerpo para acomodarse mejor. En sus caras, llenas de surcos excavados por los ríos secos de sus lágrimas, se veía que la plática del sacerdote era uno de los pocos momentos que disfrutaban con pleno convencimiento, un fulgor de dicha brillaba en sus ojos marchitos mientras me empujaban de un lado a otro. Cualquiera que se fijara en mi cara hubiera creído ver reflejada en ella una conmovedora declaración de pobreza. Y no. Así fue pasando el Credo, la oración de los fieles y la presentación de las ofrendas. Yo me sentaba y me levantaba del banco según lo que tocara pero los sudores y el sofoco no menguaban y no me atrevía a cantar. Notaba en mi espalda el dolor de los empellones y en mi pecho el pálpito de una corriente como la de un río bajando tan rápida que resquebraja las piedras.
Miraba con envidia los bancos de las otras filas, por ejemplo el que ocupaba José Antonio, todo el banco para dos personas, en ellos la gente, aunque había bastante, podía respirar y moverse con cierta soltura. Yo me dejaba llevar por el ritual eucarístico que tan bien conocía inmerso en mi baño de sudor nervioso, preguntándome el porqué de esta decrepitud pasajera de todos mis sentidos. Inclusive pensé en los miles de pecados que tengo pendientes de confesar y miré hacia el Cristo colgado detrás del altar, pero no vi que me hiciera ninguna señal y, por supuesto, no me atreví ni por lo más remoto a pedirle nada sobre mi salud, escarmentado como estoy desde que una vez que hice algo así en la Parroquia de Santa Cruz. Y es que no se me ocurrió nada más estúpido que pedirle cara a cara a San Judas Tadeo que me tocara una bonoloto, ¡es que hay que ser tonto de capirote!, San Judas, muy generoso, me obsequió al día siguiente con un buen dolor de garganta, lo curioso es que no se lo pedí por avaricia ni para acumular dinero, pero ¡en fin! La imagen de la Virgen María que está junto a Cristo tampoco vino a salvarme cuando la miré confiado, así que, resignadamente, después del Padrenuestro dejé que las dos señoras me estrujaran a base de bien para darme lo que ellas entendían como darse la paz, pero que para mí fue como entrar y salir de una guerra de besos y abrazos. Me sentía arrastrado como un fardo por todo el banco rodeado de sonrisas y expresiones de buenos sentimientos, por lo que, milagrosamente, apenas si pude balbucear “que la paz sea contigo”. Pude tomar aire durante la comunión, cuando las dos benditas que me tenían aprisionado en el banco se acercaron a Néstor con verdadera presencia de ánimo y enorme fe para tomar la hostia consagrada o el Cuerpo de Cristo, como murmura el sacerdote en el momento de ponerla en la mano o empujarla hacia la boca. Un par de minutos más tarde fui abatido de nuevo por los codos de estas dos venerables ancianas, que se mostraban encantadas empujándome la una hacia la otra como una pelota de ping-pong.
Cuando Néstor dijo las palabras de despedida, “Que el Señor esté siempre con vosotros” y añadió “podéis ir en paz”, ¡ahí, ahí se me encendió una lucecita! ¡Qué digo una lucecita, un faro así de grande! Entonces se abrieron las compuertas de mi obtuso cerebro para dejar pasar una luz blanca que iluminó el camino de mi tozuda inteligencia. Lo que me había estado produciendo tanto malestar durante la celebración era una palabra que enhebré inmediatamente con la despedida de Néstor: DESPEDIDO. Seguro, todos mis sudores y mal cuerpo, provenían de ese dañado rinconcito de mi corazón. Después de tantos años de ser recadero de todo y nada, de hacer recados y recadillos o de inventármelos para sentirme útil, Alda me había despedido como mensajero. Bueno, no, fue peor aún, me había dicho con pasmosa serenidad en esa cara poetiana a la que apenas le da el Sol, que ella nunca me mandaba hacer recados ni comprar nada, que solo sugería y anotaba las cosas que faltaban. Al escuchar esas palabras dolorosamente tranquilas de su boca, dichas con sus reposados ojos cargados de razón, me había derrumbado sintiéndome repentinamente inservible. Ya me imaginaba visitando las obras municipales y estatales para entretenerme, como hacen un millar más de jubilados, viendo cómo abren la tierra y las zanjas y las aceras allá donde la tierra, las zanjas y las aceras están perfectamente y solo se trata de que los constructores consigan la obra y los gobernantes una buena comisión.
Yo, que he derribado numerosas paredes al intentar clavar un pequeño clavo o introducir una escarpia para colgar un marco, que me he llevado por delante los enchufes de la pared porque los dedos se me ponen más gordos que las herramientas y que ni tan siquiera sirvo para arreglar el goteo de un grifo debido el desamaño de mis manos, me encontraba despedido de la única cosa, aparte de atar paquetes con destreza y rapidez nunca superadas, que alguna vez llegué a pensar que hacía bien.
Era Felipillo para mis compañeras de almacén y de oficina, “tráeme esto o lo otro porfa”, y “si sales en tiempo de bocadillo me traes una chocolatina y luego hacemos cuentas guapo, hermoso, culito rico…” y “no te olvides de…”, y Felipillo memorizaba todo y a todas contentaba y sus ojos, que se apagaban si nadie le pedía nada y nada podía traer, se encendían como candiles cuando le daban las gracias. Era Felipín para mi jefe, Don Urbano, el padre, “dádselo a Felipín”, decía, “que lo lleve él” a Correos, al abogado, a la gestoría… y Alfredo, el contable calvorota tontorrón, me llamaba por el interfono, me daba instrucciones, me llenaba las manos de carpetas, sobres, documentos y me ponía un metrobús en la boca, y yo me marchaba más feliz que unas castañuelas. Para la secretaria de oficina, Ana “la cardo”, era Felipe a secas, me hablaba muy bajito y me llenaba la cabeza de encargos: “Vas al INSS, luego a Hacienda y, cuando acabes, vas al Banco y sacas un millón, que ya les he llamado yo diciendo que vas”. Y Felipe, Felipillo, Felipín, Lipito para mi hermana y mi padre, salía escopetado escapando del almacén y del azoramiento de tener que tratar con tantas chicas para beber la calle con los ojos y respirar despacio el espacio, aunque fuera contaminado. No podía comprender por qué la gente iba tan despacio y no me daba cuenta de que era yo el que iba demasiado deprisa.
Cuando salí de San Camilo el viento me zarandeó, “miajas” de lluvia picoteaban mi blanca cara enferma. No esperé a nadie para saludar, no me encontraba ni medio bien. Me apresuré a comenzar el camino del kilómetro y medio pero, más que andar, deambulaba notando en mi espalda una mochila de preocupaciones. Avanzaba ladeado mientras pensaba en el día siguiente, lunes y en el martes y en toda la semana entera, ¿qué me quedaba? Hacer la caminata, comprar el pan y subirme a casa. ¿Y los recados? ¿Quién iba a saludar a Carmelo, el frutero, a Santi y a Miguel, en el puesto del fiambre, a Pedro y a Iván en la carnicería y a Tere y Amador, los pescaderos de León? Toda mi vida se había convertido en una minucia. Acababa de comprender qué era y qué significaba la nada. Confuso por estos negros pensamientos, ni me di cuenta de que Alda, que venía a la carrera, me acababa de alcanzar. Yo seguía mojándome por fuera y ardiendo por dentro. Los ojos me brillaban como fogatas desparramadas por el asfalto, el viento atraía el rumor de los coches lejanos y los gritos de los niños jugando al balón martilleaban dolorosamente mi oído. Pensaba que al menos ellos le daban un sentido a su niñez.
Andar se ha convertido en un martirio, pero no puedo dejar de hacerlo, aunque sea con la cabeza gacha, sin ninguna esperanza de descubrir otros horizontes que los que se ven desde mi pequeña terraza, un trozo de cielo entre un millar de bloques. Como el pie chillaba, no era capaz de andar con cierto orden, me movía a trompicones y Alda, con su carita pálida, exenta de luz y de sol, no se atrevía a decirme una palabra, no sabía muy bien lo que me pasaba y, como siempre cuando me ve así, silencioso, hosco y ausente, espera, solamente espera… Yo marchaba inclinado hacia delante, con los pies empinados como un Monsieur Hulot en blanco y negro, con esa dignidad perdida del que ya no tiene nada que hacer. Cuanto más quería yo avanzar, más me retrasaba el dolor. ¡Cuánto cuesta vivir! Querer y no poder desprenderse. Estar atado a la tierra y andar por la tierra sin ver ni sentir el nudo que nos une. Alda me seguía sin intentar adelantarme. Yo trataba de olvidarme del dolor y de la angustia de tener que levantarme todas las mañanas tambaleándome con la oscuridad como único asidero.
La luz nublada de contaminación se mezclaba con el polvo de las infernales taladradoras manejadas por los obreros. Primero cubrir la tierra original con cemento y baldosas grises formando aceras y calzadas de asfalto negro, luego descubrirla ahondando salvajemente en sus entrañas y volver a taparla después con las mismas o con otras baldosas y cemento primario, para dejarla igual de irreconocible, porque la tierra de una ciudad jamás volverá a ser tierra virgen ni volverá a verse a sí misma como antes. Y todo por el dinero.
Al llegar al portal, un día más, otra vez más, todo se quedó quieto, el tiempo suspendido en mi recuerdo y yo parado junto a los macetones, encogido, como esperando la noche para guardarme del miedo dentro de mi cama.
No deseaba entrar y, sin embargo, nada había que me retuviera fuera, Alda había desmontado mi coartada. Aquellas cortas escapadas al “Centro” de un par de horas para ver y ojear libros y películas y para calmar mi sed de encontrar que todas las cosas tienen un sentido porque todo está en su sitio, aunque cambien de estanterías. Los libros siguen siendo libros, las películas, películas… Y volver a casa con unas bolsas de lechuga, una tableta de chocolate puro, pan especial y algún fiambre fingiendo que todo eso era realmente necesario. Pero ahora, seguía sin querer verlo, ya se acabó el oficio de recadero, burro de carga, traedor de cosas, aunque ella nunca vaya a dejar de anotar cosas que supuestamente hacen falta en papelitos repartidos por toda la casa y de guardar cartoncitos con el nombre de unas hierbas especiales o papeles ilustrados con determinadas rebanadas de pan integral.
Las ramas de los árboles tullidos se agitaron y la tierra comenzó a girar de nuevo como mi pensamiento dentro de mi cabeza. Entré en el portal como en un mausoleo. El buzón estaba vacío, mudo, era domingo, uno más y la cartera, Cristina, no iba a aparecer, ese día no. Subir los peldaños de dos pisos para alguien tan fatigado, es un mundo. Entre los dos pisos hay un descansillo, un pequeño rectángulo oscuro donde nunca me paro salvo que me falten las fuerzas. Tomé aire para bucear manoteando la penumbra y la pared blanca hasta el otro descansillo donde está la puerta de casa. Cerrada. Ya sólo pensaba en entrar, despachar las sandalias libremente donde cayeran, sentarme en el viejo sillón que según Alda es tan incómodo y ponerme una película seria sobre aprender a vivir, por ejemplo Sopa de ganso de los Hermanos Marx. Nada tendré que hacer ya. En casa no puedo agacharme ni auparme para coger un libro o limpiar el polvo de los muebles, necesito ayuda para hacer la cama y para ducharme, así que es razonable que mis días de recadero trae–cosillas hayan muerto.
Me sentía como un vagabundo que puentea bajo los techos de las habitaciones de la casa, que vive otras vidas, la de Quico y Valeria, los niños que no paran de corretear por el piso de arriba; la del festival de martillo, sierra y taladradora del vecino de al lado, el ucraniano, que debe llamarse “buenos días”, las únicas palabras que intercambiamos mientras sonrío y sigo subiendo o bajando, algún día le explicaré que yo no me llamo así; la vida de la hermana de María, mi vecina de abajo, que todas las mañanas cuando va de visita se pone a dar arcadas depresivas, tampoco sé su nombre pero más de una vez la he visto en su casa, si nos encontramos en el portal y le doy los buenos días, ella me agarra fuerte del brazo, esboza una media sonrisa y sigue su camino murmurando entre dientes.
Alda no dijo nada cuando entramos, es más, desde que formalizó oralmente mi despedida, no hemos vuelto a hablar del tema. Medio adormilado, con una postura desgalichada y el runrún lejano de la película zumbando en mis oídos, fui asimilando, ¡qué remedio!, que la nada existe. Y a pesar de todo pienso que la vida sigue y sigue... y que le debo una buena misa, participativa y concelebrada a Néstor, yo solito y feliz en el último banco.
Felipe Iglesias Serrano