Fue por el año 1999 cuando me ocurrió un hecho singular, en el cine, desde luego, que no quiero dejar de contaros a mi manera.
El verano seguía esos primeros días de aquel mes de julio, sudoroso patrón de la molicie, pero aquel día nos saludaba con un vientecillo calentón que duraba ya cinco días y espantaba nubes hinchadas como el algodón de azúcar de las ferias.
Ya iba para dos semanas que estaba con la media escayola por el esguince que me hice jugando a la peonza.
—No es nada —dijo Alda, y mi pie parecía un botijo.
En fin, era verano, siempre pasa todo en verano. Había convencido a la familia para ir, a pesar de las muletas, a las multisalas Liceo. La “peli” era lo de menos. Además, esperaba encontrarme a los conocidos de siempre y charlar con ellos un ratito bajo el aire acondicionado.
El “rudo bajito” estaba de vacaciones y en taquilla me despachó la morena con gafas, pero “el rubio” sí estaba y nada más verme me presentó a Enrique Falcón, que publicaba unos cuadernillos culturales muy interesantes. Estuvimos hablando de tonterías agradables, ¡se está tan bien en el vestíbulo del cine! Cuando supo que yo era escritor, hizo ademán de sacar de su cartera de mano unas hojas manuscritas a mano. La muchacha de las palomitas nos escuchó desde su aburrido mostrador y decidió participar en nuestra conversación, nos dijo que su marido es profesor de filosofía, nosotros dejamos que hablara y ella, muy agradecida, nos asesoró sobre las mejores patatas fritas.
Cuando Enrique me pasó las hojas manuscritas y las leí, todas las películas de la multisala se oscurecieron. Se trataba de un poema escrito por una joven, no estaba firmado y, para desgracia nuestra, su nombre no aparecía por ningún sitio, lo único que sabíamos de ella es que tenía dieciséis años. Yo, que he leído tantas cosas de autores famosos escritas maravillosamente, con una técnica exquisita, pero que me dejaron frío, reconozco que me emocioné profundamente al leer aquellas cuartillas.
Siempre la misma guerra,
cualquier excusa es buena.
Si no tienes gritos para comer,
los tienes por la noche en la cena.
Y una palabra más alta que otra vuela.
Fijo que no escucho,
aunque entre dentro, toque y duela.
Todo sigue y más gritos se oyen
por la escalera.
Gritos muertos de un padre que se desespera.
¡Qué fácil es perder los papeles!
¡Son demasiados golpes ya!…
Uno más, no duele.
Malos rollos, mucho tiempo y nada claro.
Mal humor en mi cara y un andar raro.
¡Sí! A cada dos que hago, tres la cago.
Fijo, pero mi corazón no es vago.
El asfalto es muy duro
y he ido perdiendo la sonrisa,
siento que el yo se hace viejo demasiado deprisa.
Clases malcriadas
me han quitado
las mejores horas de mi vida
y no encuentro ninguna salida,
tan solo entradas,
y demasiadas esperanzas enterradas.
Palmaditas pocas, sólo palmadas.
Nací en la nada, donde todos
te lo ponen muy oscuro,
y en la sociedad, que por ser joven
te trata como el cero, nulo.
No te rías de mí porque saldré
de aquí aunque sea a codazos.
Tú dame un dedo y verás
cómo te pillo los dos brazos.
No soy un corazón perdedor,
aunque a veces me pierda.
Te juro que saldré como sea
de toda esta guerra,
ya que soy una ludópata
enganchada a la vida.
Por más que pierdo, sigo en la partida.
Siempre me dicen:
“¡Chica juega al 13!”
Ahora se callan
porque ven que mi ego se crece.
La vida es arena fina entre los dedos,
te despistas y esos granos
de arena saltan al vuelo.
Intento recogerlos pero, como en todo,
quiero y no puedo.
No me digas que la vida es bonita
porque eso ya lo he oído,
Intento que los cuatro días que tengo
tengan algo de sentido
y está claro que cada cual
su cruz la destroza con destreza.
No hablo del juego del avestruz,
desde mi ventana veo la luz.
¿Por qué me sigue dando la espalda la buena suerte?
Mientras, yo me arrodillo
ante pareados de mala muerte.
Otros dominan realidades
desde un mundo imaginario
y yo estaré en esta oscura realidad
todos los días de mi corto calendario.
Felipe Iglesias Serrano