Con la alegría de visitar a su abuela se encaminaba la Caperucita una tarde más. Quería llegar pronto, pues en este tiempo oscurece temprano. Aunque algo cansada, cruzaba el parque ligera; apenas se entretuvo con alguna amiga que se encontraba en el camino.
El cielo tenía un brillo especial, las estrellas transmitían con derroche su fulgor. Quizá tanto contemplarlas fue la causa de su despiste, hoy precisamente que tenía que llegar antes a casa de su abuela, donde cenarían todos juntos como todos los años por Navidad.
Caminó durante un buen rato, y pronto se dio cuenta de que no estaba sola. A cierta distancia, un grupo de personas la precedían. Aligeró el paso hasta ponerse a su altura y, así, ir mas acompañada.
No muy lejos se observaba el resplandor de las lumbres que los pastores encendían para calentarse y guardar al ganado de las alimañas. Fue una especie de cabaña la que llamo su atención. Al fondo, una señora amamantaba un bebe. Una pastora había dado a luz. Era un niño regordete y sonrosado que atrajo nuestra atención solo con mirarlo. Aquella escena tan llena de ternura nos emocionó a todos.
“¡Pasad, pasad!, que en la puerta hace frío. Aquí es bienvenida toda persona de buena voluntad”. Algunos pastores sacaban regalos del zurrón: hogazas de pan, frutos del campo, leche… Caperucita sacó de su cesta un queso, un pastel y una jarrita de miel. La madre, sonriendo, le acerco al niño para que lo besara, y lo hizo con una enorme ternura. Por unos momentos recordó una historia que todos los años le contaba su abuela, y que se parecía tanto a lo que ella estaba viviendo. Una historia que aconteció hace 2.000 años en Belén, cuando Dios quiso hacerse hombre y se hizo niño.
Una voz conocida la arrancó de su hermoso sueño: “¡Caperucita, cariño! ¿No ves que vas a coger frío? A estas horas en el parque ya hace frio, y además te estamos esperando para la cena de Navidad”. Estaba aturdida, la costaba reaccionar, y de la mano de su madre llegó a su destino. Ya en casa, colaboró con todos: adornó el árbol, preparo la mesa… Estaba feliz: se presentaba una noche esplendida.
En la radio se escuchaban los villancicos populares de siempre: “Belén, campanas de Belén, que los ángeles tocan (…)”, pero ella necesitaba despejar sus dudas. Por eso fue donde siempre deja colgada su cesta, la misma que había llevado esa misma tarde. ¡Estaba vacía! No tenia en su interior ni el queso, ni el pastel, ni la jarrita de miel.
No necesitó preguntar a nadie, prefirió cerrar los ojos y pensar en aquel niño al que besó con tanto amor, y que llenó de paz y felicidad aquella inolvidable Nochebuena…
(Las pequeñas caperucitas de nuestro tiempo no temen al lobo, pero sienten un miedo tremendo a los depredadores que acechan en los parques a las victimas inocentes y confiadas que se dejan engañar fácilmente por cuatro chuches malditas. Pero nadie se olvida de aquello que se dijo y esta escrito: “¡ay de los que hacen daño a un inocente! Más les valiera arrojarse al mar con una piedra de molino al cuello”.)
Mercedes Nieto