Empieza cada día como si tú lo inventaras.
(Basado en un hecho real)
He tenido la osadía de bajar muy temprano para ver qué clase de cielo ha nacido y también para hacer un mandado que no consigo recordar.
Según bajo por las escaleras, se van encendiendo automáticamente las malditas luces blancas de los descansillos y un halo de tristeza se va apoderando de mí. Noto cómo las luces me bañan la cara con un aire de pureza fantasmal revelando la confusión diaria que me oprime sin descanso. La enfermedad no da tregua, el ineludible dolor siempre va conmigo. A esto se añade una especie de remordimiento mañanero porque no soy capaz de acordarme de lo que tengo que hacer. No quiero equivocarme, ya he demostrado ser un desastre como recadero. En mi atolondramiento rebusco en la memoria aquello tan importante que me reconcome por dentro. En esas estoy, cuando se me cruza un pensamiento de futura felicidad. Ignoro su significado, pero bienvenido sea.
Acabo de llegar a la entrada del inocente portal. El cielo está inclinado, tiene un color de súplica callada. Es como si un latido antiguo que no quiere desaparecer, hubiese quedado atrapado en su huida hacia arriba, a los confines del Universo, y se resistiese a dar por concluida su vida en la Tierra. Veo cómo las nubes avanzan hacia mí y retroceden mientras se vuelven blancas. Siento un temor quimérico de no verlas más. Un anhelo y un silencio encogido se instalan en mi cuerpo sin voz. Todo vuelve a empezar, la luz y las sombras, el amanecer y el anochecer se repiten con turbadora exactitud, apasionadamente, una y otra vez.
El deseo despierta en mi memoria el recado pendiente y me encamino con férrea voluntad y pasos de zozobra hacia la Administración de Loterías que está al final de la Colonia San Nicolás, fronteriza con el Cruce de Villaverde y el Centro de Especialidades Médicas. Me da miedo atravesar la plazoleta. Los tejados están cubiertos de cables eléctricos que se entrecruzan entre bloques de baja altura y aspecto moribundo, cables entrevistos sobre árboles que se inclinan hacia el deteriorado pavimento. Me paro un momento y miro furtivamente el cielo desde la fea placita. Observo cómo la Luna vaga libremente por el firmamento y tengo la sensación de haber perdido algo, un pedazo de soledad.
Un sol prematuro acompaña mis pasos y recalienta la plaza de forma innatural para el mes de octubre. El aire contaminado se hace irrespirable por momentos. La luz que veo y que siento, que han visto otros y sentido otros antes que yo, me llega con un brillo suave, me sugiere caminos inundados de estrellas, susurra destellos de seres diminutos, habitantes de otros mundos. Yo la recibo plácidamente, como si estuviera sentado sobre el infinito. Hay que saber leer y medir la luz, porque, a poco que te descuides, llegas a sentirte transportado hasta un sueño que puede no tener fin.
El pequeño barrio disfrazado de pueblo a medio hacer comienza a despertarse. Una voz que llega desde lejos canta con fe la venta de melones deprimidos, depositados en una vieja carretilla. Es día de mercadillo en la Ciudad de los Ángeles y San Nicolás. La gente viene de todas partes, San Cristóbal, Villaverde Bajo y Villaverde Alto, San Fermín, Oroquieta, Orcasitas, hasta del barrio de Usera, solo para ver los tenderetes en el Paseo de Gigantes y Cabezudos.
La diminuta Administración de la suerte, hierve de gente con ojos vivos y rostros excitados, interrogantes. Me pongo a la cola dócilmente y espero mientras mi cabeza no deja de dar vueltas a mis pensamientos, y mis manos se pasan la una a la otra un boleto del Euromillón que no puede estarse quieto entre mis dedos. Entonces pido que me guarden el sitio y salgo a la puerta para respirar, me empino y estiro el cuello todo lo que puedo imaginando a qué huelen las estrellas que nunca puedo ver. Luego vuelvo a entrar, me pongo otra vez en mi sitio y, sin saber por qué, me entran unas ganas locas de llevar a Alda a bailar un día de estos, me encantaría compensar todos esos años que no hemos bailado cuando ella quiso, aunque tengo miedo al ridículo.
No me gusta ver las caras de avaricia de la gente, pero no tengo valor para dar media vuelta y salir. Todo el local está lleno de una esperanza maliciosa, no se percibe ni rastro de bondad.
A veces pienso que mi vida transcurre sin mí, me siento inútil para cualquier encargo, no puedo evitarlo, ni siquiera he aprendido a dar los pasos necesarios para rellenar debidamente una Bonoloto. Permanezco en estado de ingravidez cuando estoy aquí, el acto de sellar el boleto representa para mí una ilusión semanal que podría durar eternamente, pero ya hace tiempo que no pido nada a ningún santo patrón de la lotería.
La cola avanza despaciosamente entre risas cómplices, risotadas desagradables y olor a sudor retrasado. Todas las conversaciones giran en torno a lo que va a hacer cada uno con el premio, que ya está repartido y gastado antes de llegar a la ventanilla. Nadie se mueve, pero sí miran cuando el boleto pasa religiosamente por debajo del cristal. El apostante enmudece en una espera interminable que dura unos segundos, reza no se sabe qué cosas a no se sabe qué dios y se marcha con cara de panoli.
Dos jóvenes treintañeras irrumpen en el local congestionado y mientras una hace cola, la otra se dirige hacia una maquinita acoplada en la pared, que lee el boleto y te indica si ha sido premiado. Debajo de la maquinita, una hermosa papelera sirve para depositar los boletos desahuciados. La joven saca de su gigantesco bolso, un buen puñado de Primitivas, Bonolotos, Euromillones y Lotería de jueves y sábado. A medida que acerca los resguardos a la máquina, va tirándolos al suelo y cantando noes a su compañera con un retintín desesperado. Cuando el suelo está lleno de papeles mientras la papelera sigue vacía, hace un rato que yo estoy encorajinado y no puedo evitar indicarle donde está la papelera. En mi ingenuidad, me pongo a hablarle de lo que pasaría si en su casa hiciese lo mismo, pensando que en lo más profundo de su ser se encuentra un espíritu humanista y que no es culpa suya sino de la educación recibida, que para ser mejores personas necesitamos salir de nuestro aislamiento y entrar en contacto con los demás.
Mientras hablo, me fijo en cómo abraza con sus manos un móvil más grande que su bolso y me da la impresión de que toda su vida depende de ese chisme.
Ella se revuelve contra mí, me mira como se mira a un loco visionario y empieza a llamarme de todo menos por mi nombre. Su compañera le sigue el juego, se pone en jarras y verdulea con las palabras de forma soez. El resto de la gente no ha visto nada, pero se ponen de su parte sin reparar en mi lenguaje conciliador. El ser humano es agresivo por naturaleza, lo lleva en los genes y, si eres pacífico, te llaman “tonto el haba”. Nos da miedo lo que no podemos comprender y esta jauría sin cerebro demuestra un miedo escénico terrible. El recinto se oscurece por un instante, pero el odio al desconocido sentido común de las palabras, no logra disolverse. Aquello que permanece inmóvil en el espacio absoluto, la paz, la serenidad, el amor, cosas a las que podría agarrarme, desaparece. La fuerza y la sinrazón de una masa que gruñe enfervorizada a una presunta víctima que cree más débil son, en apariencia, más poderosas que cualquier buen razonamiento. Por eso hay momentos en que no comprendo mi propio silencio.
Al ver que todos están dispuestos a saltar sobre mi insignificante persona, tengo y no tengo miedo. Finalmente opto por no defenderme más y salgo por patas lo más rápido que puedo sin sellar mi Euromillón. Regresaré más tarde.
He descubierto que envejecer me ha hecho más cauto a la hora de hablar, temo meter la pata o que se burlen de lo que yo más estimo, contemplar el cielo. Porque, además, ya no me río de mi mismo con la facilidad de antes.
Vuelvo a cruzar sofocado la descolorida Colonia de San Nicolás. Es un otoño cálido y la contaminación ha vuelto el aire neblinoso. En un acto de caridad inversa conmigo mismo, pienso en que hay cosas que pueden ser más importantes que yo, cosas que tienen vida propia, pues hasta el objeto más inesperado grita su existencia, lo que pasa es que no prestamos atención, tenemos una imagen pobre de las cosas, no nos damos cuenta de que existen, no las vemos, procuramos que la vida pase a nuestro lado produciéndonos las mínimas alteraciones posibles. Sobrevivimos. Parece como si hubiéramos sido creados solo para consumir y nos hubieran implantado una vida individualista instalada en la mentira y en la manipulación. Hemos olvidado los hechos y las palabras de nuestros ancestros: Dar, convivir, sentir con el otro, decir gracias y buenos días con sinceridad, amar… Deberíamos dejar el mundo mucho mejor, porque, cuando nos hayamos ido, otros vendrán y la Tierra permanecerá.
No quiero volver tan pronto a casa y doblo a la izquierda, hacia la peluquería de San Nicolás. Por el camino escucho la conversación entre árboles y plantas, aves y cielo. Oír cómo se comunican entre ellos me emociona, como cuando cierro los ojos y me encuentro a solas con mi alma. A lo lejos vislumbro la farmacia de Verónica y, justo al lado, la asesoría de Fernando. Dos buenas personas.
Ya estoy llegando, huelo el jabón, la colonia y la espuma de afeitar, oigo el ruido de la maquinilla eléctrica y cómo la tijera ejerce suavemente su oficio contra cara y cabeza. Escucho el sonido de la voz y la manera de hablar de Jesús, el peluquero. Necesito filosofar con él sobre la vida que no se acaba, sobre el amor a la Tierra y sobre las ondas gravitacionales. Quiero contarle que los científicos han descubierto que los peces sienten y que las ovejas pueden reconocer tu cara. Sin saberlo, es como si ya lo supiéramos los dos. Solo hay que saber escuchar lo que te dicen las cosas y dejar que hable nuestro corazón. Todos somos seres vivos, parte de este mundo, y debemos mostrar respeto a todo y a todos, humanos o no, porque todos tenemos una vida que vivir, aprovechando cada momento que existimos. Incluso unos boletos abandonados que ensucian un suelo quejoso de su suerte. El amor desesperado por esta hermosa Tierra es lo último que debiera ser olvidado.
Felipe Iglesias Serrano